jueves, 23 de agosto de 2007

Diógenes Laercio o la indiscreción satisfecha


Por
Fernando Báez (Mérida, Venezuela)

Leer a Diógenes Laercio es una de mis malas costumbres. Hay otras, por supuesto, pero a esta en especial le he dedicado varios años, lo que no es poco. Confieso que aborrezco las lecturas oficiales y tradicionales y esta tendencia me ha llevado a sentir la fascinación de algunas obras jamás reseñadas o, en todo caso, marginadas. Las "Vidas de los más ilustres filósofos griegos" de Laercio, en particular, considerada mediocre e insustancial, me ha deparado siempre una felicidad inexplicable. Poseo cuatro versiones (en griego, latín, inglés y castellano) de este libro y ninguna relectura me ha desanimado. Recuerdo que Alfonso Reyes, en un juicio extraño, lo consideró un autor "tan indispensable como inútil". Pero ese breve razonamiento puede tomarse como lo que intenta definir. Con esto quiero manifestar mi desacuerdo con los que han visto en Laercio un mero informante y no un escritor. No puede, ciertamente, ser comparado a Plutarco. No hay paralelo posible. En parte porque carece de la visión estructural de éste y de un estilo riguroso. Su propósito no idealiza modelos: busca proveer de detalles para invitar al conocimiento de un determinado pensador. No relata cronológicamente; describe una vida y busca los rastros a la orilla de cada vicio o virtud. Pero, como lo señaló R. Genaille, su "testimonio..., semejante a los de Luciano, Aristófanes, Tucídides, restituye a los griegos antiguos un carácter de normal humanidad en contraposición con quienes sólo desean ver en ellos superhombres...". Tal vez sea esto lo que me acerca a su obra. No me conformo con el retrato que de Sócrates hizo Platón o el de Jenofonte: disfruto el de Laercio y el de Aristófanes en "Las nubes". En sus "Vidas", Laercio dota a sus páginas de una gracia insoslayable al rescatar la anécdota por encima de la erudición. Contra la narración misma, contra la hermenéutica del discurso filosófico, contra la genealogía, su intención es entretener e informar con precisión y placer. De Sócrates, por ejemplo, dice: "Habiéndole injuriado de palabras una vez su mujer, Jantipa, y después arrojádole agua encima, respondió: «¿No dije yo que cuando Jantipa tronaba también llovía?»". El humor es una señal de orientación muy característica de su exposición al igual que la indiscreción. De Bión de Borístenes comenta: "Solía adoptar por hijos algunos jóvenes para abusar de ellos en sus deleites...".

La vida de Diógenes (también "de") Laercio, sin embargo, está por inventarse. Como Suidas, Ateneo de Naucratis o Hesiquio de Mileto, rescató la memoria parcial del pasado borrando la suya. R. Hope afirma que todo rasgo suyo es una paradoja: un doxógrafo confundido por lecturas sin duda apresuradas, un poeta impresionado por la filosofía y la métrica, un audaz reportero (perdónese el neologismo atrevido) de la farándula del mundo de los filósofos, un lector inagotable vencido por su propia erudición, un escritor que conjuga el topos uranos de Platón con las masturbaciones públicas de Diógenes de Sínope. A estas alturas no contamos con dato suyo que valga la pena y no podemos predisponernos o animarnos, lo cual, por supuesto, puede ser una suerte tanto como un factor perverso. Marcel Schwob no hubiera pedido más a la hora de escribir su biografía.

Casi unánimemente se confirma que vivió entre los siglos 2 y 3 a.C. Sin pruebas, sospechamos que nació en una ciudad de Cilicia. No sabemos quiénes fueron sus padres. No se ha determinado en cuál tendencia filosófica militó ni cuál fue su profesión. Carlos García Gual lo consideró un seguidor de Epicuro: "Como representates del epicureísmo de los siglos II y III de nuestra era, están Diógenes de Enoanda, al que conocemos porque su entusiasmo por Epicuro llegó a tanto que mandó grabar en las columnas de la plaza del mercado de Enoanda, para que todos pudieran leerlas, inscripciones pertenecientes a la física y a la moral de Epicuro, y Dógenes Laercio, que a comienzos del siglo III redacta la erduita historia de la filosofía griega...". Con menor fundamento algunos ensayistas lo identifican como un miembro del neoplatonismo. Otros lo acercan al escepticismo. En lo personal, discrepo absolutamente de semejantes posiciones: seis o siete relecturas de su obra me llevan a creer que fue un noble perteneciente a un círculo de eclécticos, lector voraz antes que seguidor de una posición filosófica y acaso un poeta de vago prestigio que encontró en la filosofía un lugar de consuelo y motivación. Enamorado, preparó, a tenor de las malas lenguas, que nunca faltan, para una mujer, llamada Arria, sus "Vidas y sentencias de los más importantes filósofos griegos" o, según otra versión, "Vidas de los más ilustres filósofos griegos". Esto ocurrió entre el 225 y el 250 d.C.. Para lucir sus conocimientos métricos, permitió la difusión de "Panmetro", poemario en el que hizo alarde de todos los estilos métricos usados por los grandes clásicos y demostró que la técnica, en manos de un mal poeta, es un subterfugio que agota todas las formas que hay de no conmover al lector. En uno de sus epigramas, dedicado a Anaxágoras, expresó:
"Que el Sol es masa ardiente
Anáxagoras dijo; y por lo mismo
fue a muerte condenado.

Lo libró su discípulo Pericles:
pero él, entre eruditas languideces,
sabe dejar la vida voluntario".


Tengo a la mano los juicios de E. Schwarz, R.D. Hicks, Arnaldo Momigliano, Antonio Alegre Gorri y otros sobre Diógenes Laercio y sus "Vidas de los más ilustres filósofos griegos". Brillantes, inagotables, intensos, concisos, superiores. Sería un honor, en verdad, compartir sus observaciones, pero quiero transmitir, en la medida que eso sea posible, una versión personal de un libro al que no dudo en calificar de clásico. Me interesa demasiado como para valerme de la voz de otros para explicarlo. Lo que no deja de inquietarme al leerlo, para decirlo de una vez, es su carácter desigual: sospecho que no fue escrito como un libro único inicialmente. Es más, hay una frase, destinada a una mujer, en el libro III, que me hace creer que el texto en torno a Platón fue el primero de la serie: "Y siendo tú, con tanta razón, amante de Platón, y que inquieres con suma diligencia los dogmas de este filósofo, he tenido por inexcusable escribir sobre la naturaleza de su estilo, del orden de sus diálogos y la serie de su doctrina, en cuanto mis fuerzas alcancen, tocándolo todo elemental y sumariamente, de forma tal que no se carezca de una noticia suficiente de su vida y obra...". De este prólogo inusual y dislocado, de los entretelones seguramente amorosos de este resumen, debió partir la idea de elaborar una especie de diccionario biográfico de la historia de la filosofía de su tiempo, lo que no era nuevo para sus contemporáneos.

No hay imparcialidad en Laercio: Diógenes el cínico le interesa más que Aristóteles, por decir. Tendencioso, privilegia sus gustos en los diez capítulos de su obra: las doctrinas de Platón, los cirenaicos, los estoicos, los escépticos y, en un lugar muy especial, las de Epicuro, de quien ofrece cartas y máximas que demuestran la gran admiración que le profesaba. Entre libro y libro se nota que, al contrario de lo señalado por diversos críticos, hay un poderoso sistema de agrupación de pensadores que los encaja en escuelas clasificadas según el punto de vista alejandrino. Lo mueve una concepción según la cual los filósofos son dogmáticos o escépticos, jónicos (si descienden de Anaximandro) o itálicos(si descienden de Pitágoras), y supone la división de la filosofía en tres unidades: física, moral y dialéctica. Atribuye a la filosofía un origen exclusivamente griego, por nombre y funciones. No escatima fuentes a la hora de aportar un detalle: el número de autores de los que se vale es inmenso. Hay pasajes enteros que rozan el plagio, la paráfrasis o la cita descarada o también oportuna. O era una pedante crónico o un lector descomunal. Indiscriminadamente, usó los libros de Antígono de Caristo, filósofo, biógrafo de pintores, escultores y pensadores, de Hermipo de Esmirna, bibliotecario, autor de unas célebres "Vidas de hombres ilustres", de Soción de Alejandría, doxógrafo, de Apolodoro de Atenas, compilador famoso, de Demetrio de Magnesia, autor de un memorable tratado sobre los poetas y escritores homónimos, de Diocles de Magnesia, doxógrafo, historiador, amigo del poeta Meleagro, de Favorino, historiador y filósofo, así como de otros muchos (Pánfila, Heráclides Póntico, Hecateo, Duris, etc. ).

En cada biografía y de acuerdo a la información de que dispone, el método de exposición de Laercio es invariable: desarrolla una vida a partir de un eslabón genealógico ("Euclides fue natural de Megara, ciudad cercana al Istmo, o según algunos, de Gela...") y filosófico ("--Arquelao--fue discípulo de Anaxágoras y maestro de Sócrates, y el primero que de la Jonia trajo a Atenas la Filosofía natural..."), presenta un anecdotario formativo, donde conjuga carácter, vicios, virtudes, periplo vital, cita bibliografía (tan exhaustivamente que abruma como en la vida de Teofrasto) , resume su pensamiento, si así lo cree conveniente, proporciona un documento curioso o esencial, suministra un poema suyo o ajeno y finaliza con lo que fue un lugar común: el disfrute helenístico de las coincidencias de nombres y diversidad de oficios. No debe creerse que cumple esto permanentemente (la vida de Diógenes de Apolonia y otros está hecha con todo el desgano imaginable), pero cuando lo hace aporta datos invalorables. Laercio no pretende nunca idealizar el vasto universo de la vida de un pensador; no postula un análisis ni fomenta una elucubración metafísica. Modesto como pocos, es un autor que defiende la vida como principal punto de partida para la discusión filosófica. Es capaz de sintetizar una especulación abstracta sin aceptar sus postrimerías.

Laercio, en cada línea, en cada página, da la impresión de ser un biógrafo que logra su tarea a fuerza de interrumpirse apelando a la autoridad crítica o histórica. La espontaneidad, con una frecuencia indeseable, es abruptamente hecha a un lado en pro de un comentario inhóspito. Es posible que su intento fuera una defensa contra la aguda erudición de su tiempo, pero hubo en él dos escritores que lucharon para distinguirse: el coleccionista, anticuario de vidas y usurero de particularidades y el pensador con sensibilidad poética, cuya labor salvaguarda, con silencios indiscretos o revelaciones felices, la extraordinaria historia del grupo de hombres que fundamentó uno de los movimientos más audaces y eficaces de reflexión del planeta. Nada menos que eso. O nada más.

Atendiendo al mero placer, en las "Vidas de los más ilustres filósofos griegos" recomendaría leer las biografías de Heráclito, de Diógenes de Sínope, llamado El Cínico, de Zenón de Citio, de Pitágoras, de Sócrates, de Demetrio de Falero y de Epicuro. Anécdotas y datos están dispuestos con tal sentido del humor y filosofía que son irresistibles. Hay fragmentos antológicos en gran proporción. Baste una muestra: "--Diógenes--hallándose en un baño poco limpio, dijo: «Los que se bañan aquí, ¿dónde se lavan?»". Otro dice: "Envió --a Epiménides-- una vez su padre a su campo con una oveja, y desviándose del camino, a la hora del mediodía entró a una cueva, y durmió allí por espacio de cincuenta y siete años. Despertado después de este tiempo, buscaba la oveja, creyendo haber dormido sólo un rato; pero no hallándola se volvió al campo, y como lo viese todo de otro aspecto, y aún el campo en poder otro dueño, maravillado en extremo, se fue a la ciudad. Quiso entrar en su casa; y preguntándole quién era halló a su hermano menor, entonces ya viejo, el cual supo de su boca toda la verdad. Conocido por esto de Grecia entera, lo tuvieron por amado de los dioses...". Las felicidades no terminan una vez que se comienza la lectura de esta prodigiosa obra. Al menos para mí, nunca han terminado. Creo, incluso, que apenas estoy en los albores de ese disfrute.

Postdata. A pesar de numerosos juicios adversos la continuidad en la transmisión de obra de Laercio es un hecho insoslayable. Fue y sigue siendo muy bien leido. José Ortíz Sainz, traductor al castellano, escribió en el siglo XVIII que para hacer su versión utilizó "la célebre edición grecolatina de Laercio dada por Enrique Westenio en Amsterdam, año de 1692, cum not. var., en dos tomos en 4to". Pero mucho antes los manuscritos Borbonicus (siglo XII) y el Laurentianus (siglo XIII) habían aportado convincentes ediciones junto con la llamada editio princeps que es de 1533 y fue elaborada, en Basilea, por el mítico Hieronymus Frobenius.

En 1850 C.G. Cobet preparó una edición. En 1950 apareció en la colección Loeb la versión "Lives of Eminent Philosophers" de R.D. Hicks, y es ésta la que he aprovechado para la composición de este breve texto. De tener la oportunidad, espero que una frustrada versión que comencé en enero de 1989 llegue a un final feliz algún día.

Tomado de:
http://solotxt.brinkster.net/csn/30diogen.htm

Imagen tomada de:
http://www.cienciamisterio.com/pitagoimag.JPG




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