martes, 28 de agosto de 2007

El caballero y el dragón


Por
Jesús Ademir Morales Rojas

Sincero homenaje a la heroicidad, de cualquier manera, esta obra es sospechosa por la recta trayectoria, demasiado proclive, que traza el arma del caballero hasta el cuerpo del Dragón. Y es que a final de cuentas, tanto lo “esencialmente” humano, como lo instintivo “censurable”, son bocetados por Paolo Uccello con el mismo fino trazo.

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En última instancia, los dragones nunca existieron: son un mero producto de la humana fantasía. De tal suerte que San Jorge, bien puede estar luchando contra el solo viento. Esto expresa mucho acerca de la falta de fundamento, de gran parte de las acciones humanas. ¿Y si acaso tal fundamentación lastrante, no fuera sino un camaleónico ardid de la bestia para confundirnos, y evitar así la hazaña de una (des)realización cabal y abierta, hacia alternativas más plenas y diversas de ser? Si esto fuera cierto, ¿Tendremos el valor para empuñar la lanza a fondo?

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Cabe profundizar acerca de si efectivamente, el San Jorge de Uccello tiene certera conciencia, de la quimérica naturaleza de su oponente. Si es así, estaríamos entonces ante un inédito quijotismo adelantado a su tiempo, un idealismo limpio y ejemplar. Pero si por el contrario San Jorge sabe de la virtualidad de su enemigo, y aún así se empeña en proseguir en simulacro, su asignado rol, con el puro afán de hacer marchar el sistema de su entorno, tendríamos aquí, un insospechado vaticinio de nuestra actualidad, que seguramente Uccello no hubiese tolerado. Pues ante tan gris porvenir, ciertamente el hubiera preferido finiquitarlo todo, arrojando a su héroe, para ser alimento de sueños, en aquellas fauces fantásticas.

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Tal vez Paolo Uccello dudó mucho en decidir, sobre cuál de los dos adversarios, protagonistas de su célebre pintura, dibujar en secreto las facciones de su rostro como firma. Seguramente anduvo del burdel al confesionario, una y otra vez, a fin de poder elegir finalmente. Y tardó tanto en hacerlo, que al final olvido hasta él mismo, en cuál de los dos quedó fijado. Hoy sólo el nombre del genial artista perdura, puesto que el hombre, Paolo Uccello, infaustamente, en palabras de Vasari: “terminó sus días, solo, excéntrico, melancólico y pobre”

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Obsérvese en esta obra de Uccello, como del lado del Dragón está la luz, una mujer, campos cultivados y una ciudad; en suma, la posibilidad misma de vida. Por el lado del caballero, en cambio, oscuridad, terreno yermo, la boca abierta de una caverna dispuesta a la soledad y el desamparo; tal es decir, el lado funesto de la existencia. De esta manera, es posible cuestionarse, ¿cuál fue el mensaje último aquí, con él que, el renacentista italiano quiso advertirnos? Y entonces así, ¿quién es el auténtico enemigo a vencer?

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Un voraz Dragón hace su nido cerca de la fuente que abastece a una populosa ciudad. Debido a esta calamitosa circunstancia, los ciudadanos se veían obligados a distraer a la bestia diariamente, para alejarla de la fuente, y así obtener agua. Para lograr esto, todos los días sacrificaban a una víctima, sorteada de entre los habitantes del lugar. En cierta ocasión, resultó seleccionada la bella princesa local. El rey, padre desesperado, solicita clemencia infructuosamente. Cuando la joven está a punto de ser devorada por la inclemente bestia, aparece el héroe San Jorge, quien llegaba allí, desde tierras lejanas, atraído por la famosa hermosura de la princesa. Armado con su legendaria lanza y su brioso corcel blanco, y luego de una ardua contienda, San Jorge vence al Dragón. Cuando el paladín fatigado, pero lleno de ilusiones, se apresta a tomar su premio, se topa con una sorpresa desagradable: la princesa gira la vista, desairándole con frío desdén. Es posible imaginar luego a San Jorge, el invencible de mil batallas, apresurado a entregarse voluntariamente a las garras del emperador Diocleciano, asesino de cristianos. Seguramente entonces, ni el largo y penoso trámite de las múltiples torturas, ni el ver en su último segundo, el hacha del verdugo aproximándose indeclinable hasta su cuello; nada de esto fue tan atroz, como el sufrir la salvaje sonrisa de aquella indomable, al verle partir, sin misericordia, para siempre.


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