sábado, 30 de junio de 2007

Blaise Pascal: La desproporción humana





(Pensées, II, 72) Traducción de Eugenio D’Ors


He aquí adónde nos conducen nuestros conocimientos naturales. Si ellos no son verdaderos, no hay verdad en el hombre; y si lo son, él encuentra en ellos un gran motivo de humillación; de una o de otra manera, se ve forzado a rebajarse; y, puesto que no puede subsistir sin creerlos, yo deseo, antes de entrar en más grandes investigaciones sobre la Naturaleza, que aquél la considere una vez seriamente y con detención, que se contemple en sí mismo y juzgue si está en proporción con ella, según la comparación que hará entre los dos objetos.

Que el hombre contemple, pues, la Naturaleza entera, con su alta y plena majestad; que aparte sus miradas de los objetos bajos que le rodean; que observe esta deslumbradora luz colocada como una lámpara eterna sobre el Universo; que la Tierra le aparezca como un punto en el vasto círculo que aquel astro describe, y que asombra al pensar que, a su vez, este círculo no es más que un punto muy delicado, en comparación con el que los astros, que ruedan en el firmamento, describen. Pero si nuestra vista se detiene aquí, nuestra imaginación llega más lejos; pero aún se cansarla antes ella de percibir que la Naturaleza de dar. Todo este mundo visible no es más que un rasgo imperceptible en el vasto seno de la Naturaleza. Ninguna idea se puede ni aproximar. Por más que hinchemos nuestras concepciones más que todo lo imaginable, no producimos sino átomos, en comparación con la realidad de las cosas. Ésta es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes, la circunferencia en ninguna. En fin, el más visible carácter de la omnipotencia de Dios, es este hecho de que la imaginación se pierde en ese pensamiento.

Que el hombre, al volver en sí, considere lo que es él, en comparación a lo que es; que se vea como perdido en esta pequeñísima provincia apartada de la Naturaleza; y que, desde esta pequeña celda en que se encuentra alojado, quiero ¡decir el Universo, aprenda a estimar la Tierra, los reinos, las villas y a si mismo, en su justo precio.

¿Qué vale un hombre en el infinito?

Mas para presentarle otro prodigio no menos asombroso, que busque en lo que conoce las cosas más tenues. Que un gusarapo le ofrece, en la pequeñez de su cuerpo, partes incomparablemente más pequeñas, piernas con punteras, venas en estas piernas, sangre en estas venas, humores en esta sangre, gotas en estos humores, vapores en estas gotas; que dividiendo aún estas últimas cosas, agota el hombre sus fuerzas en tales concepciones, y que el último objeto a que puede llegar sea el de nuestro razonamiento... Tal vez piense que ha llegado a lo extremadamente pequeño en la Naturaleza... Yo quiero hacerle ver ahí dentro un nuevo abismo. Quiero pintarle, no solamente el Universo visible, sino la inmensidad que se puede concebir en la Naturaleza, dentro del recinto de este resumen que es el átomo. Que vea una infinidad de universos cada uno de los cuales tiene su firmamento, sus planetas, su tierra en la misma proporción que el mundo visible; en esta tierra animal es, y, en fin, gusarapos, en cada uno de los cuales se encontrará lo que los primeros han dado; y sin reposo, que se pierde en estas maravillas tan asombrosas en su pequeñez como las otras en su extensión; porque ¿a quién no sorprenderá que nuestro cuerpo, que hace poco hemos considerado como imperceptible al Universo, imperceptible en el seno del todo, sea ahora un coloso, un mundo, o más bien un todo, vista la nada a que se puede llegar?

Quien se considere de esta suerte se espantará de sí mismo, y considerándose sostenido en la masa que la Naturaleza le ha dado entre dos abismos de infinito y de nada, temblará a la vista de tales maravillas; y creo que, cambiada su curiosidad en admiración, estará más dispuesto a contemplarlas en silencio que a buscar con presunción.

Porque, en fin, ¿qué es el hombre en la Naturaleza? Una nada en comparación con lo infinito, un todo en comparación con la nada: un término entre todo y nada. Infinitamente lejano a estos dos extremos, el fin de las cosas y su principio están para él, infinitamente ocultos en un secreto impenetrable; igualmente capaces la nada de que está sacado y el infinito en que está sumergido.

¿Qué hará, pues, sino conocer alguna apariencia, en las cosas del término medio, con una desesperanza eterna de conocer su principio y su fin? Todas las cosas han salido de la nada y han sido llevadas a lo infinito. ¿Quién las podrá seguir en sus marchas sorprendentes? El autor de estas maravillas las comprende. Y nadie más.

Por falta de haber contemplado esos infinitos, los hombres se muestran temerariamente.

Extraña cosa es ver cómo los hombres han querido comprender los principios de las cosas y llegar a conocer el todo, por una presunción tan infinita como su objeto. Porque indudablemente no ha, podido formarse este designio sin una presunción o sin una capacidad infinita como la Naturaleza.

Cuando se es instruido se comprende que, habiendo la Naturaleza grabado su imagen y la de su Creador en todas las cosas, ellas tienen en sí una doble afinidad. Por eso vemos que todas las ciencias son infinitas en la extensión de sus investigaciones. Porque, ¿quién duda que la geometría, por ejemplo, tiene una infinidad de infinidades de proposiciones que exponer? Ellas son también infinitas en la multitud y en la finura de sus principios; porque, ¿quién no ve que los que se proponen como últimos, no se sostienen por sí mismos y que se apoyan en otros, los cuales apoyándose en otros a su vez, no permiten llegar al término?

Pero hacemos con los últimos que se presentan a la razón, lo mismo que hacemos con las cosas materiales, entre las cuales llamamos puntos indivisibles aquél más allá del cual los sentidos no perciben nada, aunque él sea natural e infinitamente divisible.

De estos dos infinitos de las ciencias, el de la grandeza es el más visible, y por eso pocas personas pretenden conocer todas las cosas. Voy a, hablar de todo, decía Demócrito.

Se ve a primera vista que ya la aritmética por sí sola proporciona cualidades innúmeras. Lo mismo las demás ciencias.

Pero lo infinito en lo pequeño es mucho menos visible. Los filósofos han querido llegar a él; y aquí todos han dado de bruces. Esto es lo que ha dado lugar a estos títulos, tan carnales, de «Principios de las cosas», «Principios de la filosofía», y otros, tan fastuosos en realidad, aunque no en apariencia,, como este otro cuyo boato salta a la vista: «De omni re scibili».1

Parece más natural creerse en disposición,de llegar al centro de las cosas, que de abrazar su circunferencia. La extensión visible del mundo nos sobrepasa visiblemente; pero, como somos nosotros los que sobrepasamos las cosas chicas, nos creemos más capaces de poseerlas; y, sin embargo, no es necesaria menos capacidad para llegar hasta la nada, que para llegar hasta el todo.

Es necesario que aquélla sea infinita, tanto en uno como en otro caso; y me parece que aquel que hubiese podido llegar a conocer las últimas razones de las cosas conocería también lo infinito. Lo uno depende de lo otro, y lo uno conduce a lo otro. Los extremos se tocan, se reúnen a fuerza de ser lejanos, y se encuentran en Dios, y en Dios solamente.

Conozcamos, pues, nuestro alcance; somos alguna cosa y no lo somos todo. Lo que tenemos de ser nos roba el conocimiento de los primeros principios, que nacen de la nada, y lo poco que tenemos de ser nos oculta la vista de lo infinito.

Nuestra inteligencia tiene, en el orden de las cosas inteligibles, el mismo puesto que nuestro cuerpo en la extensión de la Naturaleza.

Limitados de todas maneras en este estado, que sostiene en el término medio entre dos extremos, se encuentra en todas nuestras potencias.

Nuestros sentidos nada perciben de extremo. Demasiado ruido, nos ensordece; demasiada luz, nos deslumbra; demasiada lejanía o demasiada proximidad, estorban de-ver; demasiada longitud o demasiada brevedad en un discurso, lo oscurecen; demasiada verdad nos asombra; yo sé de quien no puede comprender que, si de 0 se quitan cuatro, queda cero. Los primeros principios tienen demasiada evidencia para nosotros. Demasiado placer, incomoda; demasiadas consonancias desplacen en la música, y demasiados beneficios, irritan; nosotros queremos tener con qué sobre pasar la deuda: «Beneficia eo usque læta sunt dum videntur exsolvi posse; ubi multum antevenere, pro gratia odium redditur»2

No sentimos ni el extremo calor ni el extremo frío. Las cualidades excesivas nos son enemigas, y no sensibles: no las sentimos, las sufrimos. Demasiada juventud, o demasiada vejez, estorban a la inteligencia; y lo mismo, demasiada instrucción o demasiado poca. En fin, las cosas extremas son para nosotros como si no existiesen; nosotros no estamos formados para ellas; ellas nos escapan, o nosotros a ellas.

He aquí nuestro estado verdadero. Esto es lo que nos hace incapaces de saber con certeza o de ignorar en absoluto. Vagamos siempre en un medio vasto, siempre inciertos y flotantes, arrastrados de uno a otro extremo. Cualquier cabo a que pensemos ligarnos, para afianzarnos, oscila y nos abandona; y si le seguimos, escapa a nuestras amarras, nos resbala y nos huye, en una fuga eterna. Nada se detiene para nosotros. Este estado nos es natural; nada, sin embargo, más contrario a nuestras inclinaciones; ardemos del deseo de encontrar una base constante para edificar una torre que se eleve a la infinito; pero todo nuestro fundamento cruje, y la Tierra se abre hasta los más profundos abismos.

No busquemos, pues, ni aseguramiento ni firmeza. Nuestra razón es siempre desengañada por la inconstancia de las apariencias: nada puede fijar lo finito entre dos infinitos que le encierren y se le escapen.

Esto bien entendido, creo que cada cual se estará quieto en el estado en que la Naturaleza le colocó.

Este medio que nos ha tocado en suerte está siempre distante de los extremos; ¿qué importa, si es así, que el hombre tenga un poco más de inteligencia de las cosas? Si la tiene, las toma un poco más por lo alto. Pero ¿no está siempre infinitamente alejado del objeto, y la duración de la vida no es tan infinitamente lejana a la eternidad si aquélla dura diez años más o diez años menos?

En presencia de estos infinitos, todos los finitos son iguales; y no comprendo por qué asentar la imaginación en el uno más bien que en el otro. Ya solamente al compararnos con algo finito nos causa pesar.

Si el hombre empezara por estudiarse vería cuán incapaz es de pasar más allá. ¿Cómo es posible que una parte conozca el todo? Pero aspirará tal vez a conocer, cuando menos, aquellas partes con las cuales está en proporción. Pero las partes del mundo tienen todas entre sí una relación tal, y un tal encadenamiento, que creo imposible conocer la una sin conocer la otra y sin conocer el todo.

El hombre, por ejemplo, tiene relación con todo lo que conoce. Tiene necesidad del lugar para ser contenido, del tiempo para durar, del movimiento para vivir, de elementos para componer, de calor y de alimentos para nutrirse, de aire para respirar. Ve luz, siente los cuerpos; en fin, todo está en relación con él.

Es fuerza, pues, para conocer al hombre, saber por qué tiene necesidad del aire para subsistir; y, para conocer el aire, saber por dónde tiene relación con la vida del hombre, etc.

La llama no subsiste sin aire. Así, para conocer lo uno, hay que conocer lo otro.

Todas las cosas, pues, son causadas y causantes, ayudadas y ayudantes, mediata e inmediatamente; y todas se unen por un lazo natural e insensible, que liga las más alejadas y las más diferentes; yo tengo, por consiguiente, por cosa imposible conocer las partes sin conocer el todo, y lo mismo conocer el todo sin conocer particularmente las partes.

Y lo que acaba de hacer completa nuestra impotencia de conocer las cosas es que ellas son simples en sí mismas, y nosotros somos compuestos de dos naturalezas opuestas y de diversos géneros: de alma y cuerpo. Porque es imposible que la cosa que razona en nosotros, sea sino espiritual; y si se pretendiese que nosotros somos simplemente corporales, aún resultaría que estaríamos más excluidos del conocimiento de las cosas ya que no hay nada tan inconcebible como decir que la materia se conoce a sí misma. No nos es posible saber como se podría conocer ella.

Y así, si nosotros somos simplemente materiales, n( podemos conocer absolutamente nada; y si somos compuestos de espíritu y materia, no podemos conocer sin( imperfectamente las cosas simples, sean materiales o espirituales.

De ahí viene que la mayoría de los filósofos confunden las ideas con las cosas, y hablan de cosas corporales espiritualmente y de cosas espirituales corporalmente. Porque dicen atrevidamente que los cuerpos tienden a caer, que aspiran a su centro, que huyen de la destrucción, que temen el vicio, y que tienen inclinaciones, simpatías y antipatías; cosas todas que no pertenecen sino a los espíritus: Y al hablar de los espíritus los consideran como en un lugar, y les atribuyen un movimiento de un sitio a otro, que son cosas que no pertenecen sino a los cuerpos.

En lugar de recibir las ideas de estas cosas puras, las ceñimos con nuestras cualidades e impregnamos nuestro ser compuesto (en) todas las cosas simples que contemplamos.

¿Quién no creería, al vernos hacer compuestas todas las cosas del espíritu y del cuerpo, que esta mezcolanza nos sería muy comprensible? Pues es la cosa que se comprende menos. El hombre es, ante sus propios ojos, el más prodigioso objeto de la Naturaleza; porque no puede concebir lo que es el cuerpo, y todavía menos lo que es el espíritu: y aún menos que nada cómo puede ser que espíritu y cuerpo estén unidos. Éste es el colmo de sus dificultades, y, sin embargo, éste es su propio ser: «Modus quo corporibus adhærent spiritus comprehendi ab hominibus non potest; et hoc tamen homo est».3

He aquí una parte de las causas que hacen al hombre tan imbécil para conocer la Naturaleza. Ella es infinita de dos maneras, él es finito y limitado: ella dura y se mantiene perfectamente en su ser, él pasa y es mortal; las cosas en particular se corrompen y cambian a cada instante, y él no las ve sino de paso; ellas tienen su principio y su fin, él no conoce ni lo uno ni lo otro; ellas son simples, él está compuesto de dos naturalezas distintas. Y para consumar la prueba de nuestra debilidad terminaré por esta reflexión sobre el estado de nuestra naturaleza.


Texto tomado de: http://www.plataforma.uchile.cl/fg/semestre1/_2001/concep/modulo2/clase4/doc/blaise.doc.
Imágen-detalle del tríptico "El Jardín de las Delicias" del Bosco tomada de :
http://www.elangelcaido.org/creacion/019/bosco1.jpg

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