jueves, 21 de junio de 2007
La Muerte y la Piedad.
Por
Jesús Ademir Morales Rojas.
Juventud, belleza y muerte se conjugaron en un acontecimiento doloroso y singular que si se observa bajo cierta perspectiva, proporciona valiosas claves para comprender la actitud del ser humano ante lo que lo trasciende.
En 1972 un joven de casi 33 años irrumpió en la Basílica de San Pedro en Roma y armado de un pesado martillo atentó en contra del grupo escultórico conocido como la Piedad , obra de Miguel Ángel.
El perturbado golpeó la obra renacentista hasta el punto de cercenarle un brazo y devastarle el rostro a la representación de María. Hasta ese momento pudo ser sometido por los elementos de seguridad del lugar.
La Piedad es una de la más hermosas obras del arte occidental y se destaca por la perfección de su hechura y el exquisito cuidado del detalle que brinda su composición. Este monumento, es sin duda, uno de los homenajes más bellos y sinceros a los sentimientos de mayor valía del ser humano.
Mientras cometía el ultraje inesperado, el joven vociferaba: “Yo soy el hijo de Dios que superé a la Muerte”
¿Cuál fue el motivo de este vandalismo atroz y conmocionante?
Tal vez lo que se padeció aquí es una consecuencia de un hondo problema de la juventud de nuestra actualidad: sin el valor de asumir un compromiso con la vida, y ante el dilema de adoptar una actitud particular con respecto a la muerte como referencia de su entero existir, el joven de hoy opta por salir del paso alienándose en sórdidos rituales de violencia, nihilismo y destrucción.
Dos alternativas se abren al ser humano en su relación ante la muerte: hace mucho tiempo un joven escogió sufrir un doloroso calvario y ofrendó su muerte en aras de dignificar la vida de innumerables seres; prácticamente hoy, un joven trata de superar a la muerte sirviéndose de la irracionalidad y la agresión contra lo que no puede comprender.
Así entonces, podemos pensar en la muerte como un inevitable suceso que funja de motivador para el modo en el que llevemos nuestro vivir, impulsándonos siempre a hacerlo más digno y valioso; o podemos seguir la ruta de un impulso vital malencausado, irreflexivo y por lo tanto, funesto.
Porqué mientras el agresor buscaba alejar de sí la sombra de la muerte por medio de su acto vil, en el fondo no hizo sino participar del mensaje universal que la obra de Miguel Ángel nos transmite en su noble naturaleza: cuando el rostro dulce de esta virgen joven y pura, tanto como lo es la esperanza, era lacerado hasta las últimas consecuencias por el atroz castigo, nunca ese rostro expresó tanto, el más profundo y noble sentimiento de piedad y dolorido amor por todos los seres desdichados, agobiados por la certeza de su muerte.
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