lunes, 2 de julio de 2007

Ecos del Mundo Antiguo I y II


Por
Jesús Ademir Morales Rojas.

Idomeneo

Este adalid cretense se hizo célebre en todo el orbe por sus bélicas hazañas. Sus guerreros atavíos manifestaban la personalidad avasallante que lo distinguía: yelmo con colmillos de jabalí, escudo con la figura de un gallo. Su temeridad era ilimitada: luchó por el cadáver de Patroclo, se ofreció para enfrentar al gran Héctor, triunfó como púgil en los juegos fúnebres en honor a Aquiles. Y sin embargo este espíritu feroz, tal vez perdió la contienda más importante de todas. Al volver al hogar tras el saqueo de Troya, su flota se vio acometida por un tifón descomunal. Idomeneo cohibido, prometió a Poseidón sacrificar, por un regreso salvo a Creta, lo primero que se le presentase a la vista la retornar al hogar. Tal ser fue su hijo, que ilusionado por la vuelta del padre, lo había ido a recibir al puerto. Idomeneo, el siempre triunfador, cumplió con la palabra empeñada muy a su pesar. ¿Qué aconteció aquí? ¿Una victoria más a su palmarés intachable, o la más aciaga derrota del campeón que no pudo imponerse en el desafío definitivo ante su máximo rival: superarse a sí mismo a través de la piedad y el amor filial?
La respuesta quizá no tenga importancia.


Pigmalión


¿Cómo no ver en esta inolvidable figura una conmovedora representación del artista y su sentimiento? Desconfiado de las mujeres, incapaz de soportar despecho alguno, Pigmalión acudió a su talento para esculpir una fémina de mármol, una escultura de la diosa Afrodita. Le prodigaba todo tipo de ternuras: dormía con ella, le tocaba, le susurraba palabras de amor. Compadecida la diosa, una noche, y esto es descrito por Ovidio de un modo delicioso y gráfico, transformó paulatinamente la obra del enamorado, al ritmo de sus caricias anhelantes, en una joven hermosa: Galatea, con la que vivió muy feliz. Así entonces el artista es capaz de dar vida, su vida, a través de la inspiración y el deseo fervoroso de expresarse. Pero de igual modo, la historia de Pigmalión bien podría ilustrar la fascinación enfermiza de Occidente por su desarrollo tecnológico que le ha valido elaborarse un mundo particular que poco a poco va dejando de ser suyo y vital. Como si fuese un grotesco Pigmalión, que superando a Narciso, habiendo recibido el valioso obsequio de la diosa, lo rechazara airado, y se forjara otra consorte de mármol para abrazarla en la soledad y el silencio.


Nictimene

La bella Nictimene era hija de Epopeo, rey de Lesbos. En una ocasión nefasta, Epopeo se enamoró de la núbil princesa. Una versión del mito asegura que ella en un principio consintió en mantener las prohibidas relaciones, empero posteriormente, avergonzada de su proceder, se ocultó en un espeso bosque. Al percatarse de su honda pesadumbre, Atenea se llenó de clemencia y la transformó en lechuza, criatura que huye de la luz y sólo sale en el refugio de la oscuridad. Otra versión citada por Higinio, relata que por el contrario, Nictimene se resistió a los furiosos deseos del padre, quien no obstante la defensa desesperada, habiendo saciado su deseo, le quitó la vida para luego suicidarse. De igual manera la desdichada es convertida en el ave de la noche.
¿Cuál versión del mito es la que debemos aceptar?
Posiblemente la respuesta la tenga el incesante quejido de la lechuza entre las sombras de la floresta tupida y solitaria, pero tal vez también la tenga la permanente mirada de los ojos enormes y aterrados de Nictimene, que a lo mejor nos quiera decir silenciosa y angustiada, que el dolor por la desgracia ajena no requiere razones ni antecedentes, sino más bien precisa ser manifestado misericordiosamente, brindando unos brazos bien abiertos y unos ojos bien cerrados


Enone

El corazón femenino es un enigma.
Cada latido tiene un motivo, cada estremecimiento una finalidad cifrada.
Es un vértice en donde se congregan todo tipo de ansiedades, apetitos y esperanzas. El ritmo de su deseo tiene un recóndito código, confidencial e intrincado:
ni el Teseo más avezado podría adentrarse fácilmente en sus meandros complejos, con el fin de hacerse de los ocultos designios de sus amorosos afanes.
Sirva como testimonio de lo anterior la triste desventura de Enone.
Paris de Troya se enamoró de esta ninfa muy joven, siendo pastor en las laderas del monte Ida. Se unieron ardorosamente y de este vínculo Enone tuvo un hijo, el pequeño Corito. Al enterarse del proyectado rapto de Paris a Helena, la presagiante ninfa advirtió al príncipe troyano que no llevase a cabo tan temeraria empresa, pero fueron sus ruegos por demás ineficaces para persuadirlo. Finalmente Enone sumisa, le suplicó que acudiese a ella si acaso fuese herido en combate, pues nadie más que ella sería capaz de curarle.
Cuando a la postre fue herido de muerte por una flecha de Filoctetes, Paris retornó presuroso y afligido al monte Ida implorando a Enone que le curase, pero la ninfa despechada por el cruel abandono, se negó rotundamente. Así entonces, Paris murió. Algunas versiones del fatídico mito agregan que más tarde, arrepentida de su proceder, fue en pos del agonizante. Al descubrirlo muerto ya, ciertos escritores antiguos detallan que se ahorcó presa del remordimiento, otros que se precipitó en la pira funeraria de Paris.
De cualquier manera obsérvese un detalle importante:
Enone tenía el don de vaticinar el porvenir, ella supo de su infausto destino desde el primer acercamiento con Paris: aparentó felicidad aún sabiendo de su adversa fortuna futura; se mostró afligida ante la partida cruel aún sabiendo que Paris retornaría vencido y suplicante; demostró dolor ante la defunción irremediable, cuando en el fondo quizás ella lo que procuró desde un inicio fue precisamente poner a salvo a su amante para luego reunirse con él, más allá de la muerte, en las sombras seguras del Hades, para por fin sin caretas, sin secretos, ni interferencias, dedicarse a una contemplación mutua, fría pero sin perturbaciones, anodina más imperecedera.
Porque el corazón femenino es un enigma.
Y cada latido tiene un motivo y cada estremecimiento una finalidad cifrada.


Hipocrene

Pegaso fue un espléndido caballo alado que perteneció al héroe Belerofonte, quien se sirvió de él para matar a Quimera y derrotar a las Amazonas. Entusiasmado por estas hazañas Belerofonte forzó el vuelo de Pegaso para alcanzar al Olimpo. Zeus enfurecido provocó molestia en el divinal rocín que, encabritado, derribó a Belerofonte arrojándolo al vacío. De igual manera, la razón humana mal encauzada, sin que la contenga límite alguno, en vez de servirse de sus potencialidades para adentrarse con admiración y un venerar expreso al infinito enigmático que nos configura y trasciende, muy por el contrario, utiliza al mundo en su totalidad para idolatrarse, engullendo su entorno desaforada, con el turbio afán de serlo todo a través de un grosero pragmatismo y la sempiterna violencia, siguiendo una recta trayectoria a la autoconsumición .Y sin embargo, es posible que el brío del caballo celestial nos conduzca de igual manera a la otra cara de la moneda: durante el certamen entre las Musas y las Piéridas, el monte Helicón literalmente se hinchó de plácemes, motivo por el cual a punto estuvo de perturbar las olímpicas alturas. Neptuno entonces envió a Pegaso contra la cima impertinente. El rocín golpeó la montaña con sus cascos y la impelió así a retornar a sus dimensiones habituales. Justo en el paraje tocado por el divino animal brotó la fuente cristalina Hipocrene. Las Musas se reunían a su alrededor para felices cantar y entregarse a la danza. Por lo tanto, los favores del caballo alado no tienen porque ser forzados de ninguna manera posible, basta con acercarse amorosamente a las Musas, y con alegría dócil, beber del manantial de ensueños del Monte Helicón que se erige en la omnipresente región de la humana fantasía, para acceder así, a través de la intuición, del arte, y los sentimientos, al poder transmutarse en expresión pura, e indiferenciarse con el oleaje, siempre en cíclico movimiento, del eterno mar del ser.


Dido

Hija de Muto, rey de Tiro y hermana de Pigmalión, desposó a Siqueo, sacerdote de Heracles. Al morir el monarca, Pigmalión lo sucedió. Ansiando éste hacerse con los bienes de Siqueo dispuso su ejecución. Después, en sueños, el difunto consorte advirtió a Dido de estar en riesgo de ser la próxima víctima del homicida rey. Acompañada de un séquito numeroso la princesa abandonó Tiro. Se estableció entonces en África, y con tan buena fortuna y prosperidad creciente, que pudo fundar la ciudad de Cártago. Su rápido progreso provocó la envidia de Jarbas, rey de Getulia, que exigió a Dido en casamiento a cambio de la no destrucción de Cártago. Dido se opuso rotundamente a la voluntad de Jarbas durante largo tiempo, hasta que decidió al fin, inmolarse en las llamas de una pira humeante. Virgilio, romano estudioso de la mitología griega, aprovechó esta tradición para relatar en la “Eneida" como, al arribar azarosamente el héroe troyano Eneas a Cártago, Dido se enamoró por completo de él.
Celoso, Jarbas solicitó a Júpiter alejara de una vez al inoportuno extranjero. Eneas se liberó entonces de los pasionales ruegos de Dido por no dejarle partir y gobernar juntos la populosa urbe. Porque el deseo de la futura fundación de Roma pudo más en el alma de Eneas. Cuando el héroe partió a Italia, Dido, con el corazón destrozado, se suicidó.
La triste historia de Dido es como una flor de múltiples aromas, en donde cada uno aspira una esencia distinta pero al mismo tiempo poseedora del mismo trágico matiz.
En esta nota se propone imaginar que Virgilio ha mentido.
No hubo ningún extranjero gallardo y cautivador que arribara a Cártago. No hubo seducción alguna, ni auxilio de Cupido para entrelazar a los amantes: no se dio el tierno y erótico momento en una cueva solitaria en una tarde de cacerías y de tormenta. Nadie partió de Cártago dejándole desesperada con una ilusión perdida. Nadie. Porque tal vez Eneas sólo ha sido un sueño de la Dido acosada y sola, de la reina agobiada, de la mujer ambicionada, del ser humano hundido en la más absoluta impotencia. Y así por lo consiguiente, Eneas, Roma, la “Eneida”, Virgilio, la historia posterior de Occidente y tal vez hasta nosotros mismos hoy día, no seamos más que una ilusión de amor que Dido permitió dejar fluir libre y sin control alguno, como un acto de amor incondicional y entrega completa al ser ideal que consuela, y da vida, aún al quitarla. Sin duda, cuando Jarbas ya cercaba Cártago, cuando tenía casi a la mujer deseada en su poder, mientras Dido decidía mejor entregarse a las caricias dolorosas del fuego, tuvo entonces el bello sueño de un príncipe llamado a fundar una ciudad tan relevante que a la postre transformaría un mundo, y tanto amor le inspiró ese ser precioso nacido de sus más caros anhelos, que hasta fue capaz de permitirle volar por su cuenta, para fraguar su glorioso destino.
Quizás durante su último suspiro, cobijada ya en las cenizas tibias, Dido imaginó encontrarse a su amado, peregrino por el Inframundo. Allí, en donde un Eneas lleno de remordimientos trató de excusarse ante ella por renunciar a su pequeño mundo de ambos, lleno de amor y pasión, por otro material y enorme de fama imperecedera. El silencio conmovedor de Dido, ese silencio de despecho, de dolor, de rencor sin medida, ese silencioso alejarse hacia las sombras y a la silueta difusa de un equívoco Siqueo fantasmal, más bien podría ser, ese silencio, un ronco y mudo sollozo de renuncia y entrega amorosa sin medida.
Un amargo y dulce sacrificio.


Copyright © Jesús Ademir Morales Rojas. Todos los derechos reservados.

Imagen tomada de:
http://destinia.com/imglib/fotos/big/g/grecia_atenas_acropolis_001.jpg

2 comentarios:

Yo Escribo dijo...

Estimado Jesús,

Me he tomado la libertad de citar su trabajo en mi nuevo blog "El vuelo de Nictimene". Si usted desea participar, será bienvenido.
Saludos,
Ana

Clari dijo...

leo esta historia desde uno de mis vuelos a San Pablo. interesante. a mi vuelta leere sus otros post. he aprendido mucho