Por
Bjorn Nyberg
Título original: THE PEOPLE OF THE SUMMIT
© 1970 by Hans Stefan Santesson
Edición electrónica de diaspar. Málaga abril de 1999
* * *
–¿Por qué nos demoramos aquí, Conan?
–Los caballos tienen que descansar. ¡Veamos si aún nos siguen esos diablos khozgari!
Se apartó la larga aleta de ropa que le protegía el rostro y, antes de hablar, escupió al suelo. Los estremecidos y sudorosos flancos de su caballo y su boca cubierta de espuma, eran buena prueba de la necesidad de aquella parada. Los ojos azul humo de Conan se destacaban mucho sobre el tono bronceado de su rostro, complementado por el rojo turbante que rodeaba su casco puntiagudo y su túnica roja, faja negra, calzones originalmente blancos y botas negras. Su ancha manga izquierda llevaba bordada la cimitarra dorada de sargento de la caballería fronteriza turania.
Su camarada, un alto y enjuto turanio de ojos negros, iba uniformado como el cimerio, a excepción de la insignia de mando de éste. Además de la cimitarra y la larga lanza, llevaba un pesado arco de dos piezas y un carcaj de cuero lleno de flechas.
–¡Maldito sea ese estúpido Emisario Real! –gruñó el cimerio ¡Y eso que le previne contra los khozgari y sus corazones traicioneros! ¡Pero el muy asno cabezón no quiso escucharme! Nada más pensaba en tratados de comercio y en una nueva ruta para las caravanas. De modo que ahora su cabeza cuelga entre el humo de la choza del jefe junto con las de nuestros camaradas. ¡Y maldito sea el teniente por aceptar que la reunión tuviera lugar en el poblado de las rocas!
–Tienes razón, Conan, pero, ¿qué otra cosa podía hacer? El emisario tenía poderes absolutos. Nuestra tarea era protegerle, obedecerle, y nada más. Objetar a sus deseos hubiera significado una cimitarra rota y una degradación a soldado raso para el teniente. Ya conoces el carácter del capitán.
–¡Es mejor la degradación que perder ocho cabezas! Tuvimos suerte en poder escapar nosotros cuando nos atacaron. Pero escucha... –alzó la mano, frunciendo el ceño –. ¿Qué es eso?
Se sentó muy erguido en su caballo, mientras sus ojos recorrían las cañadas y fisuras en busca de algún signo del origen del débil sonido que había oído. En silencio, su compañero descolgó su gran arco y colocó en él una flecha. La mano de Conan aferró la empuñadura de su larga cimitarra.
Abandonó la silla de un salto y corrió hacia la cercana pared de roca como si fuera un toro que carga, pues por un huidizo instante había visto un ser de dos patas que atravesaba la estrecha garganta y comenzaba a escalar la pared del farallón con la agilidad de un mono.
Conan llegó a la pared, encontró apoyos para sus manos y pies y comenzó a subir con los fluidos movimientos de un habitante de las colinas. Se alzó a pulso sobre el borde superior y se echó a un lado al tiempo que un pesado palo descendía allí donde había estado su cabeza. Asió los brazos de su atacante antes de que pudiera darle un nuevo golpe, y luego lo miró.
Era una muchacha, sucia y desmelenada, pero indudablemente una muchacha, y su cuerpo hubiera sido digno de las estatuas de un artista real. Su rostro era hermoso aun a pesar de la suciedad, y ahora estaba llorando de ira impotente, zarandeando con fiereza sus bien torneados brazos para tratar de huir de la presa, firme como una roca, de su enorme aprehensor.
La voz de Conan sonaba ruda por las sospechas:
–¡Eres una espía! ¿De qué tribu?
El desafío ardía con un fuego indomable en los ojos de la muchacha mientras le escupía la respuesta:
–¡Soy Shanya, hija de Shaf Karaz, jefe de los khozgari y dominador de las montañas! ¡Te ensartará en su lanza y te asará sobre el fuego del consejo por haberte atrevido a ponerme las manos encima!
–¡Como que te voy a creer! –se burló el cimerio –. ¿La hija de un jefe aquí, sola, sin una guardia armada?
–Nadie se atreve a poner la mano con violencia sobre Shanya. Los theggir y los ghoufaga se esconden en sus chozas cuando pasa Shanya, la hija de Shaf Karaz, cabalgando camino de la caza de la cabra montés. ¡Perro turanio! ¡Suéltame!
Se debatió airada, pero Conan mantuvo su escultural cuerpo entre el torniquete de sus brazos.
–¡No tan deprisa, bella mía! Serás un excelente rehén para que pasemos sanos y salvos este territorio, hasta volver a Samara. Irás sentada frente a mí en la silla durante todo el camino, y será mejor que te estés quieta, o te llevaré todo el viaje atada y amordazada. Elige lo que prefieras.
–¡Perro! Por el momento haré lo que dices. ¡Pero cuídate bien de no caer en manos de los khozgari!
Alzó sus masivos hombros en fría indiferencia ante su enfado.
–Hace un par de horas nos tenían rodeados, pero sus arqueros no hubieran acertado ni a una de las paredes de este cañón. Mi compañero Jamal podría vencer a una docena de ellos en un duelo a arco. ¡Pero basta ya de cháchara! Vamos a marchar, y marchar deprisa. De ahora en adelante, mantén tu hermosa boca cerrada, pues me resultaría muy fácil amordazarte.
La boca de la joven estaba contraída por su inútil ira, mientras los caballos comenzaban su cuidadoso camino por entre las rocas y los peñascos.
–¿Qué camino planeas tomar, Conan?–la voz de Jamal sonaba ansiosa.
–No podemos regresar. No me fío demasiado de que respeten un rehén en el calor de la emboscada. Cabalgaremos rectos hacia el sur para llegar al camino a Garma y cruzaremos la región de las Montañas Brumosas por el puerto de Bhambar. Eso nos dejará a dos días de camino de Samara.
La muchacha se volvió para darle la cara. Su rostro se había quedado muy blanco por un repentino pavor.
–¡So estúpido! ¿Eres tan ignorante y atolondrado como para intentar cruzar las Montañas Brumosas? Son el cubil del Pueblo de la Cima. Ningún viajero que haya entrado en ellas ha regresado jamás. Sus habitantes salieron en una ocasión de las brumas, durante el reinado de Angharzeb de Turán y derrotaron a todo su ejército mediante la magia y los monstruos, cuando el rey trató de recuperar los terrenos de enterramiento de los antiguos turanios. ¡Es una región de terror y muerte! ¡No vayamos allí!
La réplica de Conan fue indiferente:
–En todas partes hay cuentos de viejas acerca de demonios y monstruos que nadie ha visto jamás. Es la ruta más corta y más segura. Si damos un rodeo, tendremos que pasar unas semanas en el calabozo por habernos entretenido en el camino.
Urgió a su caballo. Los cascos resonaron estrepitosamente en las piedras mientras trenzaban su camino hacia delante por entre las colinas.
–¡Es tan espesa como la leche de una yegua!
La exclamación surgía de los labios del compañero turanio de Conan. La niebla colgaba húmeda e impenetrable y solo podían ver a algunos metros por delante. Los dos caballos caminaban lentamente, lado a lado, tocándose de vez en cuando y tanteando su camino con cuidadosos pasos. La lechosa niebla no tenía siempre la misma densidad: su blancura se arremolinaba y ondulaba y, de vez en cuando1 se podían ver por un instante las peladas paredes del puerto de la montaña.
Los sentidos de Conan estaban muy alerta; con una mano mantenía desenvainada la cimitarra, y con la otra aferraba con firmeza a Shanya. Sus ojos llegaban hasta el extremo límite de la visión, aprovechándose de cada fisura en la niebla para efectuar un reconocimiento.
El alarido de la muchacha le produjo un repentino sobresalto, haciéndolo detenerse. Ella señaló con un dedo tembloroso, acurrucándose en la silla contra el enorme pecho de Conan.
–¡He visto algo que se movía! ¡Por un instante! ¡No era humano!
Conan recorrió el lugar con sus ojos entrecerrados. Un casual arremolinamiento de la niebla aclaró por un instante la vista hacia delante, y se envaró en la silla, para luego relajarse. Hizo que los caballos siguiesen su camino.
–No hay nada de que preocuparse, hermosa mía –la forma que había frente a ellos no era hermosa. Un esqueleto humano colgaba de dos estacas cruzadas en aspa. Los huesos se hallaban unidos por algunos trozos de tendón, jirones de vestimenta y carne reseca. El cráneo yacía por el suelo, sonriente; las vértebras del cuello parecían estar rotas, como si hubiesen sufrido un giro de enorme violencia.
Les llegó un sonido por entre la bruma. Comenzó como una risa demoníaca que aumentaba y disminuía de volumen, transformándose luego en un irritado parloteo para terminar en un gemido ululante. La muchacha estaba rígida de terror. Movía sus resecos labios:
–¡Los... los demonios de la Cima! ¡Antes de que caiga el sol nuestros huesos estarán mondos en sus moradas de piedra! ¡Oh, sálvame! ¡No quiero morir aquí!
Incluso Conan parecía estar estremecido por la desconocida amenaza y la escalofriante atmósfera, pero apartó su miedo con un alzarse de hombros tanto mental como físico.
–Estamos aquí, y tenemos que pasar al otro lado. ¡Que ese que aúlla se ponga al alcance de mi hoja, y entonces aullará por otro motivo!
Su caballo volvió a caminar hacia delante. Un gran estrépito y un alarido gorgoteante sonaron tras él. Al mismo tiempo notó un fuerte tirón que le daban á la muchacha y, antes de poder aferrarla con más firmeza, fue alzada hacia las alturas, por entre la niebla, al extremo de una serpenteante cuerda. Su caballo se encabritó locamente, fue derribado al suelo y oyó alejarse el ruido de los cascos de su montura mientras se ponía en pie.
Allí yacía Jamal, aplastado bajo una gigantesca roca, junto con su caballo. Su brazo inerte sobresalía de la grisácea piedra, aferrando el gran arco de guerra y un puñado de flechas. Conan tomó el arma con un rápido movimiento. No perdió tiempo en lamentar la muerte de su camarada. Corría un tremendo peligro. Abría los labios mostrando los dientes en una sonrisa bestial mientras se colgaba el arco de un hombro, se metía las flechas en la faja y aferraba su cimitarra.
La niebla era tan espesa como antes, pero sus reflejos, rápidos cual relámpagos, le salvaron cuando notó el lazo que caía sobre su cabeza. Se agachó, lo agarró con su mano libre y dio un tirón, lanzando al mismo tiempo un grito ahogado, simulando el de un hombre estrangulado. Tenía los ojos convertidos en rendijas mientras era izado por unas manos aparentemente poseedoras de una fuerza inmensa. Notaba en los orificios de su nariz una sensación de humedad, a causa de la niebla.
Unas pesadas manos lo aferraron cuando llegó al borde del despeñadero. Podía discernir unas figuras desdibujadas en la niebla, que allí era menos densa. Se liberó de los dedos que lo asían, y se abalanzó con eficacia silenciosa hacia la sombra más cercana. Una blanda resistencia y un alarido le dijeron que la aguda cimitarra había encontrado un objetivo. Entonces, las sombras le rodearon. Dio la espalda al borde del abismo y volteó la hoja en grandes arcos devastadores.
Conan nunca había luchado en un ambiente tan extraño. Sus enemigos desaparecían en los remolinos de la bruma, para regresar una y otra vez, cual fantasmas. Sus armas le buscaban, pero pronto comprendió que su pericia con la espada era casi nula. Recuperó la confianza en sí mismo, lanzando una estocada acompañada de risas contra sus silenciosos atacantes:
–¡Ya era hora de que aprendieseis algo del arte de la espada, chacales de la niebla! Tender trampas a los viajeros no es lo mismo que manejar bien la cimitarra. Necesitáis lecciones. ¡El golpe por debajo... es así! ¡El mandoble por lo alto... así! ¡La finta hacia arriba con la punta en dirección al cuello... se hace de este modo!
Sus exclamaciones iban acompañadas por demostraciones que dejaban a las figuras apenas visibles gorgoteando, aullando, o en silencio sobre las rocas. El cimerio luchó con un frío y terrible control de sus acciones, y pronto fue él quien pasó al ataque en una rápida y devastadora carga. Otras dos figuras cayeron ante sus impetuosos golpes y las dos que quedaban se fundieron en la lejanía en una apresurada y aterrada huida.
Conan sonrió con la satisfacción que le daba su victoria. Se inclinó para contemplar de cerca uno de los cadáveres y gruñó sorprendido.
Lo que yacía allí, con unos diminutos ojos que ya no veían y amplias y chatas aletas de la nariz, no era un ser humano. La estrecha frente y recesiva mandíbula eran las de un simio, aunque no se pareciese a los simios gigantes de los bosques que había en las costas del Mar de Vilayet. Este mono estaba desprovisto de pelo desde la cabeza a los pies. Su única vestimenta era una gruesa cuerda que llevaba enrollada a su enorme y caída panza. Conan se sentía asombrado. Los grandes monos de Vilayet jamás cazaban en manadas y no tenían la suficiente inteligencia como para usar armas o herramientas, excepto cuando eran entrenados para realizar tareas especiales en la corte real de Aghrapur.
Además, su espada no era una burda herramienta: estaba forjada con el mejor acero turanio y su curvada hoja tenía el filo de una navaja de afeitar. Conan notó un penetrante olor almizcleño que emanaba del mono muerto. Temblaron las aletas de su nariz y olisqueó el olor. Seguiría el rastro de su presa fugitiva a través del olfato, y hallaría el camino por entre las nieblas.
–Tendré que salvar a esa muchacha estúpida –murmuró para sí en voz baja –. ¡Quizá sea la hija de un enemigo, pero jamás dejaré a una mujer en las manos de unos monos imberbes!
Caminó hacia delante siguiendo el olor, como un leopardo que va de caza.
Cuando la niebla comenzaba a hacerse menos espesa, caminó con más precaución. La pista olfativa daba vueltas y revueltas, como si el pánico hubiera alterado el sentido de la dirección de su presa. Sonrió hoscamente. Era mejor ser el cazador que el cazado.
De vez en cuando se alzaban altas pirámides de gigantescas piedras esféricas entre la niebla que había a ambos lados del camino. Conan sabia que aquéllas eran las antiguas moradas de los muertos, los túmulos de los jefes de las primitivas tribus turanias. Ni siquiera los monos parecían haber intentado demolerías. El cimerio rodeó cuidadosamente cada una de las tumbas, tanto para evitar una posible celada, como por reverencia hacia aquellos que yacían allí.
La niebla había desaparecido casi totalmente cuando llegó a las alturas superiores, y entonces el sendero llegó a una estrecha pasarela en lo alto de la montaña que atravesaba un abismo vertiginoso. Al final de la pasarela una gigantesca torre cilíndrica de piedras se alzaba hasta una imponente altura, en la misma cúspide de la montaña. No podía verse ninguna señal de vida. Conan se ocultó tras una de las tumbas que había al extremo del sendero, espiando la situación. La misteriosa torre apuntaba al cielo, como un maligno índice que se recortase contra el fondo de gigantescas montañas.
Shanya se despertó en un extraño lugar. Yacía sobre un diván cubierto por una basta tela negra. No llevaba puesto grillete alguno, pero la habían privado de su vestimenta. Giró su flexible cuerpo sobre el lecho para mirar a su alrededor, y entonces tuvo un instintivo movimiento de retroceso ante lo que vio.
Un hombre estaba sentado en un trono de madera decorado con curiosas tallas. No se parecía a ningún otro hombre que hubiera vista nunca. Su rostro era tan blanco como el de la muerte y curiosamente rígido, y sus ojos eran absolutamente negros, sin que se viera blanco alrededor del iris. Estaba vestido con un caftán de la basta tela negra y ocultaba sus manos en las anchas mangas. Su cabeza era calva. Habló con un susurro siseante:
–Hace muchos años que ninguna mujer hermosa venía a visitar la morada de Shangara. Ninguna sangre nueva se ha mezclado con la de la raza del Pueblo de la Cima desde hace doscientos años. Serás una consorte adecuada para mi hijo y para mí mismo.
La muchacha semisalvaje estalló en la repentina ira de los bárbaros:
–¿Te crees que la hija de un linaje en el que hay un centenar de jefes va a aparearse con uno de los miembros de tu raza abominable? ¡Preferiría tirarme yo misma al abismo más cercano que habitar en tu casa! ¡Déjame libre, o de lo contrario estas paredes se estremecerán pronto ante el trueno de las lanzas de los khozgari!
Una sonrisa burlona entreabrió los pálidos labios de aquel rostro sin vida.
–¡Eres una pécora de cabeza dura! Ninguna lanza logra atravesar las nieblas de Bhambar. Nadie logra cruzar con vida estas montañas. Tu destino está sellado. Sé sensata. Si persistes en tu terquedad, no tendrás un final tan agradable como ese salto al abismo que mencionas. Tu cuerpo y tu alma servirán, en cambio, para aumentar las fuerzas del más antiguo habitante de estas tierras, que aún está obligado a servir al Pueblo de la Cima, gracias a unos sortilegios ya olvidados. Fue él quien nos ayudó a aniquilar al rey turanio cuando intentó en una ocasión conquistar nuestras tierras. Entonces éramos fuertes> y también nosotros podíamos luchar. Ahora somos pocos, pues nuestro número ha ido disminuyendo a lo largo de los siglos hasta la reducida docena que habitamos en esta torre, vigilada por nuestros monos de los abismos. Pero aún así no tenemos a ningún enemigo. EL sigue con vida, dispuesto a acudir cuando nos amenace el peligro. Contemplarás su figura. ¡Luego, elige tu destino!
Se alzó, echando hacia atrás los pliegues de su caftán para dejar al descubierto unas manos blancas parecidas a garras. Dos hombres calvos, de rostros blancos y ojos negros, entraron, hicieron una reverencia y se volvieron hacia dos enormes manijas de piedra que había en la pared. Dos mitades de puerta comenzaron a girar a un lado, con una suavidad que indicaba lo bien equilibradas que estaban. La cámara interior estaba llena de blanca niebla. Comenzó a salir en torbellinos hacia la sala, volviéndose más tenue y mostrando la vaga silueta de una gigantesca e inmóvil forma que había en el interior. La niebla se fue difuminando aun más, y cuando la joven logró divisar claramente lo cosa que había dentro, lanzó un alarido y se desmayó.
Conan se estremeció de impaciencia ante su larga espera. No había aparecido ni una señal de vida en la terrible torre. Si no hubiera notado el olor almizcleño de los simios, hubiera creído que estaba desierta. Sentía un picor en sus manos, que ansiaban empuñar la cimitarra y tensar la cuerda de su arco.
Apareció una figura en lo alto de la torre. La distancia era demasiado grande para discernir detalles, pero la aleteante capa y los enjutos contornos le dijeron a las claras que no se trataba de un mono. La boca de Conan se curvó en una cruel sonrisa.
Tendió el arco y lanzó una flecha con un solo y suave movimiento. La figura que habla en la torre abrió los brazos en cruz y se desplomó, desmadejada como un muñeco de trapo, sobre el muro almenado de la torre, para hundirse en las profundidades de abajo. Conan tomó otra flecha y espero.
Esta vez no tuvo que esperar mucho tiempo. Se abrió de par en par una puerta de piedra y por ella salió corriendo una hilera de monos, dirigiéndose con su grotesco andar de cuadrúmano hacia la pasarela. Conan lanzó una y otra flecha. Su puntería era infalible. La implacable serie de flechas fue derribándolos uno tras otro al abismo, pero aún así siguieron acercándose con estupidez e ira irracionales.
Conan lanzó su última flecha. Tiró el arco a un lado y corrió, con la espada en la mano, a enfrentarse con los dos monos que quedaban en el sendero. Evitó el torpe mandoble del primero agachando la cabeza y entonces su hoja atravesó carne y huesos con un estremecimiento chirriante, al cortar el hombro y brazo de su enemigo. El simio que quedaba resultó ser más rápido. Conan apenas si tuvo tiempo para arrancar su enrojecida espada del costado del primero para bloquear el furioso golpe dirigido hacia su cabeza. Se tambaleó ante el impacto y casi perdió el equilibrio en la estrecha pasarela. La estúpida mente del mono supo sacar provecho de la situación haciendo caer una lluvia incesante e incansable de golpes sobre la guardia del cimerio. Recuperando el equilibrio, Conan hizo una rápida finta y lanzó un golpe destripador, demasiado rápido para que pudiera seguirlo la vista y su adversario se hundió aullando en las profundidades, al perder el pie en la pasarela, por haberse echado hacia atrás tratando de huir del arma de su enemigo.
Conan no perdió su tiempo disfrutando con la victoria: saltó hacia delante, con paso tan seguro como el de una cabra montés y llegó a la puerta abierta. Algo pasó siseando junto a su cabeza mientras se echaba a un lado tras entrar y devolvió el ataque con un golpe de punta de su cimitarra a una figura que se entreveía en la oscuridad. Un grito apagado y ahogado fue seguido por el estrépito de un arma que cae al suelo. Se inclinó para mirar al cadáver. Era un hombre alto y delgado con un rostro curiosamente rígido y blanco que lo miraba, con ojos negros ahora ya sin vida. El rostro estaba cubierto por una extraña máscara de una sustancia translúcida. El cimerio se la quitó. Jamás habla visto nada así, ni tampoco conocía el material con que estaba hecha. Se la metió dentro de la faja y siguió adelante.
Caminó con gran precaución a lo largo del corredor circular que encontró más allá. Las paredes de piedra estaban mojadas de humedad y el aire era gélido. El pasillo seguía y seguía, hasta dar paso a una gran sala. Una extraña asamblea le esperaba allí.
Diez de los seres de caras blancas estaban frente a él. Dos eran mujeres, y tenían un estropajoso cabello blanco que enmarcaba sus facciones yesosas. Todos parecían cadáveres inmóviles y pintados, y cada uno de ellos blandía un largo cuchillo de filo ondulado. Sus ojos negros ardían con una mezcla de miedo y odio. En un diván situado en el centro de la sala yacía el cuerpo desnudo de una joven a la que reconoció como Shanya. Estaba con los ojos cerrados, pero sus grandes senos se movían con una respiración pausada, y Conan llegó a la conclusión de que o estaba drogada o se había desmayado. Aferró con más firmeza su espada y dio la cara al extraño grupo.
El alto y calvo hombre situado en el centro del grupo habló. Su voz era un susurro, pero sin embargo llegó a los oídos del cimerio con la claridad del tañido de una campana.
–¿Qué es lo que vienes a hacer aquí? No eres un turanio, ni tampoco un montañés, a pesar de que usas ropas de hyrcaniano.
–Soy Conan, un cimerio. Esa muchacha es mi rehén. Ve venido a recuperarla, para continuar mi viaje.
–¿Cimeria? Es un país del que jamás hemos oído hablar, ¿estás burlándote de nosotros?
–Si hubierais estado en el helado norte, sabríais que no es ninguna burla. Somos un pueblo de luchadores. ¡Si me siguiera la mitad de mi tribu, seríamos los amos de Turán!
–¡Mientes! ¡Hacia el norte no hay nada más que el borde del mundo y la noche eterna! Y la muchacha es nuestra, para dar nuevas fuerzas a nuestra raza, para que de su matriz surjan hombres fuertes. Te has atrevido a introducirte en la morada secreta del pueblo de la Cima. ¡Tu cuerpo alimentará al Antiguo!
El cimerio hizo un gesto amenazador, pero el hombre golpeó el suelo con una resonante patada. Como una flor blanca que se abriese, un espeso vapor brotó del centro del suelo. Cada uno de los componentes del grupo de ojos negros hizo un rápido gesto, llevándose la mano izquierda a la cara. Antes de que el vapor, que se espesaba con rapidez, hubiera ocultado todo lo que había a la vista, Conan pudo descubrir que se habían colocado unas curiosas máscaras transparentes como la que llevaba su anterior atacante.
La niebla era más espesa que cualquiera con la que se hubiera encontrado en las montañas, pero el cimerio buscó con rapidez la máscara que llevaba en su faja y logró colocársela. Esto fue más fácil de lo que había imaginado, pues el material de la misma parecía pegarse a la piel de su frente y mejillas, dejando libres sus ojos. Se sintió asombrado al comprobar que podía ver con toda claridad; era como si el vapor se hubiera dispersado ante sus ojos. Sus antagonistas se hablan movido rápida y silenciosamente tras el escudo brumoso: dos de ellos casi ya caían sobre él. Un rápido movimiento y su hoja silbó en el húmedo aire de la gran sala.
Fue una matanza. Los restos de aquella raza, otrora poderosa, no tenían la más mínima posibilidad contra la furia del vengativo cimerio. Sus cuchillos de hoja ondulada eran apartados con facilidad por el rayo centelleante que era su cimitarra. Y cada vez que su hoja saltaba hacia delante, una de las figuras envueltas en túnicas se desplomaba al suelo, muerta. Su primitivo código caballeresco le hizo sentir la tentación de perdonar a las mujeres, pero cuando se abalanzaron sobre él presa de un terrible frenesí, no tuvo más remedio que quedar al fin solo en la estancia con diez cadáveres y la muchacha cautiva.
Pero no todo eran cadáveres. Las últimas chispas de vida del jefe de la raza sisearon entre sus estremecidos labios:
–¡Vil bárbaro! ¡Has destruido a nuestra raza! ¡Pero no vivirás para vanagloriarte de ello! ¡El Antiguo te arrancará la carne y sorberá el tuétano de tus huesos! ¡Dame fuerzas, oh Antiguo...!
Mientras el cimerio le contemplaba, fascinado, el hombre enjuto empleó sus últimas fuerzas con un tremendo gruñido. Su delgada mano tiró de una de las manijas gemelas de piedra que habla en la pared. Una de las dos medias puertas comenzó a girar lentamente sobre sí misma.
El cabello de Conan se le erizó en la nuca mientras atisbaba la forma que acechaba en la otra estancia. Era un cuerpo de muchas patas, como si fuera un huevo provisto de extremidades. No era una araña, y tenía una cabeza de ancho morro y gigantescas mandíbulas, exudando por cada uno de sus poros una fuerza maligna casi palpable, que se remontaba a las oscuras eras anteriores a la aparición del hombre en la Tierra. Se abalanzó a recoger el cuerpo de Shanya en sus brazos mientras una pata provista de una pinza y desnuda de todo pelo empujaba la puerta para acabar de abrirla. Oyó un sonido jadeante tras él mientras corría por el pasillo hacia la puerta exterior.
Había cruzado casi por completo la pasarela, manteniendo precariamente su equilibrio a causa de su tremenda velocidad y de que llevaba a la muchacha en los brazos, antes de atreverse a mirar hacia atrás. El gigantesco monstruo le perseguía con gran rapidez sobre sus muchas y poderosas patas y ya había alcanzado casi el centro de la pasarela. Jadeando, se abalanzó hacia delante entre dos de los túmulos funerarios. Dejó caer a la joven al suelo y se volvió para presentar batalla.
Se enfrentó con la primera carga del monstruo dándole un salvaje corte en uno de sus extendidos miembros y se le estremeció el brazo hasta la clavícula por la sacudida cuando la hoja se hizo pedazos contra la impenetrable piel de aquel ser. El golpe le hizo perder por un instante el equilibrio al monstruo pero pronto volvió a cargar de nuevo, escupiendo y jadeando con su paso rápido y trenzado. Desesperado, Conan volvió la vista a todos lados en busca de algún arma. Sus ojos se clavaron en el más cercano montón de piedras. En una fracción de segundo ya tenía una de las rocas esféricas sobre su cabeza, lanzándola con toda la fuerza de sus bíceps de bárbaro contra la terrible aparición que ya casi había caído sobre él.
Los sortilegios cantados por los antiguos brujos turanios sobre la tumba de un jefe de otro tiempo habían sido olvidados a lo largo de las eras, pero no habían perdido su poder contra un monstruo de la especie de los que se hallaban en aquellas montañas cuando el hombre estaba en su infancia. Con un alarido que helaba la sangre, el ser tiró del miembro aplastado bajo la pesada piedra, que le paralizaba parte de su cuerpo. Pero Conan aferró otra roca y la lanzó, hizo rodar una más hacia el monstruo que se agitaba, le tiró otra y entonces la pirámide socavada se desplomó en una tremenda avalancha, llevándose consigo a aquel terror de muchas patas hacia el abismo, envuelto en una nube de polvo y rocas.
Conan se secó su sudorosa frente con una mano temblorosa, y no todo el temblor era causado por el esfuerzo. Oyó un movimiento tras él y se volvió. Los ojos de la muchacha estaban abiertos y miraba a su alrededor asombrada.
–¿Dónde estoy? ¿Dónde está ese malvado? –se estremeció –. Iba a darme en alimento a..
La voz de Conan la interrumpió secamente:
–He limpiado ese cubil de ladrones momificados. Y he enviado a su maligna bestia a los abismos de los que surgió. Tuviste suerte de que llegase a tiempo para salvarte la piel.
Ella estalló en una ira altanera:
–¡Hubiera podido ganarles en astucia! ¡Mi padre me hubiera venido a salvar!
–Quizá no hubiera hallado el camino aquí. Y ese monstruo hubiera hecha picadillo a sus guerreros. Pero yo tuve la fortuna de encontrar un arma que mató a esa gigantesca cucaracha. Ahora tendremos que irnos de aquí, y deprisa. He de llegar a Samara y aún te necesito como rehén.
Los ojos de la joven se suavizaron en un rápido cambio de humor. Dejó caer sus párpados y una nota provocativa apareció en su voz mientras agitaba provocativamente sus desnudos hombros ante el cimerio.
–Te acompañaré hasta la región fronteriza. Salvaste mi vida y como recompensa, se te dará salvoconducto a través del país de los khozgari. Será interesante aprender cómo se comporta un bárbaro del norte.
Sus palabras tenían un seductor doble sentido y estiró, para deperezarse, su espléndido cuerpo, aparentemente sin darse cuenta de su desnudez.
Conan la miró apreciativamente.
–¡Por los huesos de diaspar! ¡Tal vez valga la pena pasarse una semana en el calabozo por retrasarse un par de días!
FINBjorn Nyberg
Título original: THE PEOPLE OF THE SUMMIT
© 1970 by Hans Stefan Santesson
Edición electrónica de diaspar. Málaga abril de 1999
* * *
–¿Por qué nos demoramos aquí, Conan?
–Los caballos tienen que descansar. ¡Veamos si aún nos siguen esos diablos khozgari!
Se apartó la larga aleta de ropa que le protegía el rostro y, antes de hablar, escupió al suelo. Los estremecidos y sudorosos flancos de su caballo y su boca cubierta de espuma, eran buena prueba de la necesidad de aquella parada. Los ojos azul humo de Conan se destacaban mucho sobre el tono bronceado de su rostro, complementado por el rojo turbante que rodeaba su casco puntiagudo y su túnica roja, faja negra, calzones originalmente blancos y botas negras. Su ancha manga izquierda llevaba bordada la cimitarra dorada de sargento de la caballería fronteriza turania.
Su camarada, un alto y enjuto turanio de ojos negros, iba uniformado como el cimerio, a excepción de la insignia de mando de éste. Además de la cimitarra y la larga lanza, llevaba un pesado arco de dos piezas y un carcaj de cuero lleno de flechas.
–¡Maldito sea ese estúpido Emisario Real! –gruñó el cimerio ¡Y eso que le previne contra los khozgari y sus corazones traicioneros! ¡Pero el muy asno cabezón no quiso escucharme! Nada más pensaba en tratados de comercio y en una nueva ruta para las caravanas. De modo que ahora su cabeza cuelga entre el humo de la choza del jefe junto con las de nuestros camaradas. ¡Y maldito sea el teniente por aceptar que la reunión tuviera lugar en el poblado de las rocas!
–Tienes razón, Conan, pero, ¿qué otra cosa podía hacer? El emisario tenía poderes absolutos. Nuestra tarea era protegerle, obedecerle, y nada más. Objetar a sus deseos hubiera significado una cimitarra rota y una degradación a soldado raso para el teniente. Ya conoces el carácter del capitán.
–¡Es mejor la degradación que perder ocho cabezas! Tuvimos suerte en poder escapar nosotros cuando nos atacaron. Pero escucha... –alzó la mano, frunciendo el ceño –. ¿Qué es eso?
Se sentó muy erguido en su caballo, mientras sus ojos recorrían las cañadas y fisuras en busca de algún signo del origen del débil sonido que había oído. En silencio, su compañero descolgó su gran arco y colocó en él una flecha. La mano de Conan aferró la empuñadura de su larga cimitarra.
Abandonó la silla de un salto y corrió hacia la cercana pared de roca como si fuera un toro que carga, pues por un huidizo instante había visto un ser de dos patas que atravesaba la estrecha garganta y comenzaba a escalar la pared del farallón con la agilidad de un mono.
Conan llegó a la pared, encontró apoyos para sus manos y pies y comenzó a subir con los fluidos movimientos de un habitante de las colinas. Se alzó a pulso sobre el borde superior y se echó a un lado al tiempo que un pesado palo descendía allí donde había estado su cabeza. Asió los brazos de su atacante antes de que pudiera darle un nuevo golpe, y luego lo miró.
Era una muchacha, sucia y desmelenada, pero indudablemente una muchacha, y su cuerpo hubiera sido digno de las estatuas de un artista real. Su rostro era hermoso aun a pesar de la suciedad, y ahora estaba llorando de ira impotente, zarandeando con fiereza sus bien torneados brazos para tratar de huir de la presa, firme como una roca, de su enorme aprehensor.
La voz de Conan sonaba ruda por las sospechas:
–¡Eres una espía! ¿De qué tribu?
El desafío ardía con un fuego indomable en los ojos de la muchacha mientras le escupía la respuesta:
–¡Soy Shanya, hija de Shaf Karaz, jefe de los khozgari y dominador de las montañas! ¡Te ensartará en su lanza y te asará sobre el fuego del consejo por haberte atrevido a ponerme las manos encima!
–¡Como que te voy a creer! –se burló el cimerio –. ¿La hija de un jefe aquí, sola, sin una guardia armada?
–Nadie se atreve a poner la mano con violencia sobre Shanya. Los theggir y los ghoufaga se esconden en sus chozas cuando pasa Shanya, la hija de Shaf Karaz, cabalgando camino de la caza de la cabra montés. ¡Perro turanio! ¡Suéltame!
Se debatió airada, pero Conan mantuvo su escultural cuerpo entre el torniquete de sus brazos.
–¡No tan deprisa, bella mía! Serás un excelente rehén para que pasemos sanos y salvos este territorio, hasta volver a Samara. Irás sentada frente a mí en la silla durante todo el camino, y será mejor que te estés quieta, o te llevaré todo el viaje atada y amordazada. Elige lo que prefieras.
–¡Perro! Por el momento haré lo que dices. ¡Pero cuídate bien de no caer en manos de los khozgari!
Alzó sus masivos hombros en fría indiferencia ante su enfado.
–Hace un par de horas nos tenían rodeados, pero sus arqueros no hubieran acertado ni a una de las paredes de este cañón. Mi compañero Jamal podría vencer a una docena de ellos en un duelo a arco. ¡Pero basta ya de cháchara! Vamos a marchar, y marchar deprisa. De ahora en adelante, mantén tu hermosa boca cerrada, pues me resultaría muy fácil amordazarte.
La boca de la joven estaba contraída por su inútil ira, mientras los caballos comenzaban su cuidadoso camino por entre las rocas y los peñascos.
–¿Qué camino planeas tomar, Conan?–la voz de Jamal sonaba ansiosa.
–No podemos regresar. No me fío demasiado de que respeten un rehén en el calor de la emboscada. Cabalgaremos rectos hacia el sur para llegar al camino a Garma y cruzaremos la región de las Montañas Brumosas por el puerto de Bhambar. Eso nos dejará a dos días de camino de Samara.
La muchacha se volvió para darle la cara. Su rostro se había quedado muy blanco por un repentino pavor.
–¡So estúpido! ¿Eres tan ignorante y atolondrado como para intentar cruzar las Montañas Brumosas? Son el cubil del Pueblo de la Cima. Ningún viajero que haya entrado en ellas ha regresado jamás. Sus habitantes salieron en una ocasión de las brumas, durante el reinado de Angharzeb de Turán y derrotaron a todo su ejército mediante la magia y los monstruos, cuando el rey trató de recuperar los terrenos de enterramiento de los antiguos turanios. ¡Es una región de terror y muerte! ¡No vayamos allí!
La réplica de Conan fue indiferente:
–En todas partes hay cuentos de viejas acerca de demonios y monstruos que nadie ha visto jamás. Es la ruta más corta y más segura. Si damos un rodeo, tendremos que pasar unas semanas en el calabozo por habernos entretenido en el camino.
Urgió a su caballo. Los cascos resonaron estrepitosamente en las piedras mientras trenzaban su camino hacia delante por entre las colinas.
–¡Es tan espesa como la leche de una yegua!
La exclamación surgía de los labios del compañero turanio de Conan. La niebla colgaba húmeda e impenetrable y solo podían ver a algunos metros por delante. Los dos caballos caminaban lentamente, lado a lado, tocándose de vez en cuando y tanteando su camino con cuidadosos pasos. La lechosa niebla no tenía siempre la misma densidad: su blancura se arremolinaba y ondulaba y, de vez en cuando1 se podían ver por un instante las peladas paredes del puerto de la montaña.
Los sentidos de Conan estaban muy alerta; con una mano mantenía desenvainada la cimitarra, y con la otra aferraba con firmeza a Shanya. Sus ojos llegaban hasta el extremo límite de la visión, aprovechándose de cada fisura en la niebla para efectuar un reconocimiento.
El alarido de la muchacha le produjo un repentino sobresalto, haciéndolo detenerse. Ella señaló con un dedo tembloroso, acurrucándose en la silla contra el enorme pecho de Conan.
–¡He visto algo que se movía! ¡Por un instante! ¡No era humano!
Conan recorrió el lugar con sus ojos entrecerrados. Un casual arremolinamiento de la niebla aclaró por un instante la vista hacia delante, y se envaró en la silla, para luego relajarse. Hizo que los caballos siguiesen su camino.
–No hay nada de que preocuparse, hermosa mía –la forma que había frente a ellos no era hermosa. Un esqueleto humano colgaba de dos estacas cruzadas en aspa. Los huesos se hallaban unidos por algunos trozos de tendón, jirones de vestimenta y carne reseca. El cráneo yacía por el suelo, sonriente; las vértebras del cuello parecían estar rotas, como si hubiesen sufrido un giro de enorme violencia.
Les llegó un sonido por entre la bruma. Comenzó como una risa demoníaca que aumentaba y disminuía de volumen, transformándose luego en un irritado parloteo para terminar en un gemido ululante. La muchacha estaba rígida de terror. Movía sus resecos labios:
–¡Los... los demonios de la Cima! ¡Antes de que caiga el sol nuestros huesos estarán mondos en sus moradas de piedra! ¡Oh, sálvame! ¡No quiero morir aquí!
Incluso Conan parecía estar estremecido por la desconocida amenaza y la escalofriante atmósfera, pero apartó su miedo con un alzarse de hombros tanto mental como físico.
–Estamos aquí, y tenemos que pasar al otro lado. ¡Que ese que aúlla se ponga al alcance de mi hoja, y entonces aullará por otro motivo!
Su caballo volvió a caminar hacia delante. Un gran estrépito y un alarido gorgoteante sonaron tras él. Al mismo tiempo notó un fuerte tirón que le daban á la muchacha y, antes de poder aferrarla con más firmeza, fue alzada hacia las alturas, por entre la niebla, al extremo de una serpenteante cuerda. Su caballo se encabritó locamente, fue derribado al suelo y oyó alejarse el ruido de los cascos de su montura mientras se ponía en pie.
Allí yacía Jamal, aplastado bajo una gigantesca roca, junto con su caballo. Su brazo inerte sobresalía de la grisácea piedra, aferrando el gran arco de guerra y un puñado de flechas. Conan tomó el arma con un rápido movimiento. No perdió tiempo en lamentar la muerte de su camarada. Corría un tremendo peligro. Abría los labios mostrando los dientes en una sonrisa bestial mientras se colgaba el arco de un hombro, se metía las flechas en la faja y aferraba su cimitarra.
La niebla era tan espesa como antes, pero sus reflejos, rápidos cual relámpagos, le salvaron cuando notó el lazo que caía sobre su cabeza. Se agachó, lo agarró con su mano libre y dio un tirón, lanzando al mismo tiempo un grito ahogado, simulando el de un hombre estrangulado. Tenía los ojos convertidos en rendijas mientras era izado por unas manos aparentemente poseedoras de una fuerza inmensa. Notaba en los orificios de su nariz una sensación de humedad, a causa de la niebla.
Unas pesadas manos lo aferraron cuando llegó al borde del despeñadero. Podía discernir unas figuras desdibujadas en la niebla, que allí era menos densa. Se liberó de los dedos que lo asían, y se abalanzó con eficacia silenciosa hacia la sombra más cercana. Una blanda resistencia y un alarido le dijeron que la aguda cimitarra había encontrado un objetivo. Entonces, las sombras le rodearon. Dio la espalda al borde del abismo y volteó la hoja en grandes arcos devastadores.
Conan nunca había luchado en un ambiente tan extraño. Sus enemigos desaparecían en los remolinos de la bruma, para regresar una y otra vez, cual fantasmas. Sus armas le buscaban, pero pronto comprendió que su pericia con la espada era casi nula. Recuperó la confianza en sí mismo, lanzando una estocada acompañada de risas contra sus silenciosos atacantes:
–¡Ya era hora de que aprendieseis algo del arte de la espada, chacales de la niebla! Tender trampas a los viajeros no es lo mismo que manejar bien la cimitarra. Necesitáis lecciones. ¡El golpe por debajo... es así! ¡El mandoble por lo alto... así! ¡La finta hacia arriba con la punta en dirección al cuello... se hace de este modo!
Sus exclamaciones iban acompañadas por demostraciones que dejaban a las figuras apenas visibles gorgoteando, aullando, o en silencio sobre las rocas. El cimerio luchó con un frío y terrible control de sus acciones, y pronto fue él quien pasó al ataque en una rápida y devastadora carga. Otras dos figuras cayeron ante sus impetuosos golpes y las dos que quedaban se fundieron en la lejanía en una apresurada y aterrada huida.
Conan sonrió con la satisfacción que le daba su victoria. Se inclinó para contemplar de cerca uno de los cadáveres y gruñó sorprendido.
Lo que yacía allí, con unos diminutos ojos que ya no veían y amplias y chatas aletas de la nariz, no era un ser humano. La estrecha frente y recesiva mandíbula eran las de un simio, aunque no se pareciese a los simios gigantes de los bosques que había en las costas del Mar de Vilayet. Este mono estaba desprovisto de pelo desde la cabeza a los pies. Su única vestimenta era una gruesa cuerda que llevaba enrollada a su enorme y caída panza. Conan se sentía asombrado. Los grandes monos de Vilayet jamás cazaban en manadas y no tenían la suficiente inteligencia como para usar armas o herramientas, excepto cuando eran entrenados para realizar tareas especiales en la corte real de Aghrapur.
Además, su espada no era una burda herramienta: estaba forjada con el mejor acero turanio y su curvada hoja tenía el filo de una navaja de afeitar. Conan notó un penetrante olor almizcleño que emanaba del mono muerto. Temblaron las aletas de su nariz y olisqueó el olor. Seguiría el rastro de su presa fugitiva a través del olfato, y hallaría el camino por entre las nieblas.
–Tendré que salvar a esa muchacha estúpida –murmuró para sí en voz baja –. ¡Quizá sea la hija de un enemigo, pero jamás dejaré a una mujer en las manos de unos monos imberbes!
Caminó hacia delante siguiendo el olor, como un leopardo que va de caza.
Cuando la niebla comenzaba a hacerse menos espesa, caminó con más precaución. La pista olfativa daba vueltas y revueltas, como si el pánico hubiera alterado el sentido de la dirección de su presa. Sonrió hoscamente. Era mejor ser el cazador que el cazado.
De vez en cuando se alzaban altas pirámides de gigantescas piedras esféricas entre la niebla que había a ambos lados del camino. Conan sabia que aquéllas eran las antiguas moradas de los muertos, los túmulos de los jefes de las primitivas tribus turanias. Ni siquiera los monos parecían haber intentado demolerías. El cimerio rodeó cuidadosamente cada una de las tumbas, tanto para evitar una posible celada, como por reverencia hacia aquellos que yacían allí.
La niebla había desaparecido casi totalmente cuando llegó a las alturas superiores, y entonces el sendero llegó a una estrecha pasarela en lo alto de la montaña que atravesaba un abismo vertiginoso. Al final de la pasarela una gigantesca torre cilíndrica de piedras se alzaba hasta una imponente altura, en la misma cúspide de la montaña. No podía verse ninguna señal de vida. Conan se ocultó tras una de las tumbas que había al extremo del sendero, espiando la situación. La misteriosa torre apuntaba al cielo, como un maligno índice que se recortase contra el fondo de gigantescas montañas.
Shanya se despertó en un extraño lugar. Yacía sobre un diván cubierto por una basta tela negra. No llevaba puesto grillete alguno, pero la habían privado de su vestimenta. Giró su flexible cuerpo sobre el lecho para mirar a su alrededor, y entonces tuvo un instintivo movimiento de retroceso ante lo que vio.
Un hombre estaba sentado en un trono de madera decorado con curiosas tallas. No se parecía a ningún otro hombre que hubiera vista nunca. Su rostro era tan blanco como el de la muerte y curiosamente rígido, y sus ojos eran absolutamente negros, sin que se viera blanco alrededor del iris. Estaba vestido con un caftán de la basta tela negra y ocultaba sus manos en las anchas mangas. Su cabeza era calva. Habló con un susurro siseante:
–Hace muchos años que ninguna mujer hermosa venía a visitar la morada de Shangara. Ninguna sangre nueva se ha mezclado con la de la raza del Pueblo de la Cima desde hace doscientos años. Serás una consorte adecuada para mi hijo y para mí mismo.
La muchacha semisalvaje estalló en la repentina ira de los bárbaros:
–¿Te crees que la hija de un linaje en el que hay un centenar de jefes va a aparearse con uno de los miembros de tu raza abominable? ¡Preferiría tirarme yo misma al abismo más cercano que habitar en tu casa! ¡Déjame libre, o de lo contrario estas paredes se estremecerán pronto ante el trueno de las lanzas de los khozgari!
Una sonrisa burlona entreabrió los pálidos labios de aquel rostro sin vida.
–¡Eres una pécora de cabeza dura! Ninguna lanza logra atravesar las nieblas de Bhambar. Nadie logra cruzar con vida estas montañas. Tu destino está sellado. Sé sensata. Si persistes en tu terquedad, no tendrás un final tan agradable como ese salto al abismo que mencionas. Tu cuerpo y tu alma servirán, en cambio, para aumentar las fuerzas del más antiguo habitante de estas tierras, que aún está obligado a servir al Pueblo de la Cima, gracias a unos sortilegios ya olvidados. Fue él quien nos ayudó a aniquilar al rey turanio cuando intentó en una ocasión conquistar nuestras tierras. Entonces éramos fuertes> y también nosotros podíamos luchar. Ahora somos pocos, pues nuestro número ha ido disminuyendo a lo largo de los siglos hasta la reducida docena que habitamos en esta torre, vigilada por nuestros monos de los abismos. Pero aún así no tenemos a ningún enemigo. EL sigue con vida, dispuesto a acudir cuando nos amenace el peligro. Contemplarás su figura. ¡Luego, elige tu destino!
Se alzó, echando hacia atrás los pliegues de su caftán para dejar al descubierto unas manos blancas parecidas a garras. Dos hombres calvos, de rostros blancos y ojos negros, entraron, hicieron una reverencia y se volvieron hacia dos enormes manijas de piedra que había en la pared. Dos mitades de puerta comenzaron a girar a un lado, con una suavidad que indicaba lo bien equilibradas que estaban. La cámara interior estaba llena de blanca niebla. Comenzó a salir en torbellinos hacia la sala, volviéndose más tenue y mostrando la vaga silueta de una gigantesca e inmóvil forma que había en el interior. La niebla se fue difuminando aun más, y cuando la joven logró divisar claramente lo cosa que había dentro, lanzó un alarido y se desmayó.
Conan se estremeció de impaciencia ante su larga espera. No había aparecido ni una señal de vida en la terrible torre. Si no hubiera notado el olor almizcleño de los simios, hubiera creído que estaba desierta. Sentía un picor en sus manos, que ansiaban empuñar la cimitarra y tensar la cuerda de su arco.
Apareció una figura en lo alto de la torre. La distancia era demasiado grande para discernir detalles, pero la aleteante capa y los enjutos contornos le dijeron a las claras que no se trataba de un mono. La boca de Conan se curvó en una cruel sonrisa.
Tendió el arco y lanzó una flecha con un solo y suave movimiento. La figura que habla en la torre abrió los brazos en cruz y se desplomó, desmadejada como un muñeco de trapo, sobre el muro almenado de la torre, para hundirse en las profundidades de abajo. Conan tomó otra flecha y espero.
Esta vez no tuvo que esperar mucho tiempo. Se abrió de par en par una puerta de piedra y por ella salió corriendo una hilera de monos, dirigiéndose con su grotesco andar de cuadrúmano hacia la pasarela. Conan lanzó una y otra flecha. Su puntería era infalible. La implacable serie de flechas fue derribándolos uno tras otro al abismo, pero aún así siguieron acercándose con estupidez e ira irracionales.
Conan lanzó su última flecha. Tiró el arco a un lado y corrió, con la espada en la mano, a enfrentarse con los dos monos que quedaban en el sendero. Evitó el torpe mandoble del primero agachando la cabeza y entonces su hoja atravesó carne y huesos con un estremecimiento chirriante, al cortar el hombro y brazo de su enemigo. El simio que quedaba resultó ser más rápido. Conan apenas si tuvo tiempo para arrancar su enrojecida espada del costado del primero para bloquear el furioso golpe dirigido hacia su cabeza. Se tambaleó ante el impacto y casi perdió el equilibrio en la estrecha pasarela. La estúpida mente del mono supo sacar provecho de la situación haciendo caer una lluvia incesante e incansable de golpes sobre la guardia del cimerio. Recuperando el equilibrio, Conan hizo una rápida finta y lanzó un golpe destripador, demasiado rápido para que pudiera seguirlo la vista y su adversario se hundió aullando en las profundidades, al perder el pie en la pasarela, por haberse echado hacia atrás tratando de huir del arma de su enemigo.
Conan no perdió su tiempo disfrutando con la victoria: saltó hacia delante, con paso tan seguro como el de una cabra montés y llegó a la puerta abierta. Algo pasó siseando junto a su cabeza mientras se echaba a un lado tras entrar y devolvió el ataque con un golpe de punta de su cimitarra a una figura que se entreveía en la oscuridad. Un grito apagado y ahogado fue seguido por el estrépito de un arma que cae al suelo. Se inclinó para mirar al cadáver. Era un hombre alto y delgado con un rostro curiosamente rígido y blanco que lo miraba, con ojos negros ahora ya sin vida. El rostro estaba cubierto por una extraña máscara de una sustancia translúcida. El cimerio se la quitó. Jamás habla visto nada así, ni tampoco conocía el material con que estaba hecha. Se la metió dentro de la faja y siguió adelante.
Caminó con gran precaución a lo largo del corredor circular que encontró más allá. Las paredes de piedra estaban mojadas de humedad y el aire era gélido. El pasillo seguía y seguía, hasta dar paso a una gran sala. Una extraña asamblea le esperaba allí.
Diez de los seres de caras blancas estaban frente a él. Dos eran mujeres, y tenían un estropajoso cabello blanco que enmarcaba sus facciones yesosas. Todos parecían cadáveres inmóviles y pintados, y cada uno de ellos blandía un largo cuchillo de filo ondulado. Sus ojos negros ardían con una mezcla de miedo y odio. En un diván situado en el centro de la sala yacía el cuerpo desnudo de una joven a la que reconoció como Shanya. Estaba con los ojos cerrados, pero sus grandes senos se movían con una respiración pausada, y Conan llegó a la conclusión de que o estaba drogada o se había desmayado. Aferró con más firmeza su espada y dio la cara al extraño grupo.
El alto y calvo hombre situado en el centro del grupo habló. Su voz era un susurro, pero sin embargo llegó a los oídos del cimerio con la claridad del tañido de una campana.
–¿Qué es lo que vienes a hacer aquí? No eres un turanio, ni tampoco un montañés, a pesar de que usas ropas de hyrcaniano.
–Soy Conan, un cimerio. Esa muchacha es mi rehén. Ve venido a recuperarla, para continuar mi viaje.
–¿Cimeria? Es un país del que jamás hemos oído hablar, ¿estás burlándote de nosotros?
–Si hubierais estado en el helado norte, sabríais que no es ninguna burla. Somos un pueblo de luchadores. ¡Si me siguiera la mitad de mi tribu, seríamos los amos de Turán!
–¡Mientes! ¡Hacia el norte no hay nada más que el borde del mundo y la noche eterna! Y la muchacha es nuestra, para dar nuevas fuerzas a nuestra raza, para que de su matriz surjan hombres fuertes. Te has atrevido a introducirte en la morada secreta del pueblo de la Cima. ¡Tu cuerpo alimentará al Antiguo!
El cimerio hizo un gesto amenazador, pero el hombre golpeó el suelo con una resonante patada. Como una flor blanca que se abriese, un espeso vapor brotó del centro del suelo. Cada uno de los componentes del grupo de ojos negros hizo un rápido gesto, llevándose la mano izquierda a la cara. Antes de que el vapor, que se espesaba con rapidez, hubiera ocultado todo lo que había a la vista, Conan pudo descubrir que se habían colocado unas curiosas máscaras transparentes como la que llevaba su anterior atacante.
La niebla era más espesa que cualquiera con la que se hubiera encontrado en las montañas, pero el cimerio buscó con rapidez la máscara que llevaba en su faja y logró colocársela. Esto fue más fácil de lo que había imaginado, pues el material de la misma parecía pegarse a la piel de su frente y mejillas, dejando libres sus ojos. Se sintió asombrado al comprobar que podía ver con toda claridad; era como si el vapor se hubiera dispersado ante sus ojos. Sus antagonistas se hablan movido rápida y silenciosamente tras el escudo brumoso: dos de ellos casi ya caían sobre él. Un rápido movimiento y su hoja silbó en el húmedo aire de la gran sala.
Fue una matanza. Los restos de aquella raza, otrora poderosa, no tenían la más mínima posibilidad contra la furia del vengativo cimerio. Sus cuchillos de hoja ondulada eran apartados con facilidad por el rayo centelleante que era su cimitarra. Y cada vez que su hoja saltaba hacia delante, una de las figuras envueltas en túnicas se desplomaba al suelo, muerta. Su primitivo código caballeresco le hizo sentir la tentación de perdonar a las mujeres, pero cuando se abalanzaron sobre él presa de un terrible frenesí, no tuvo más remedio que quedar al fin solo en la estancia con diez cadáveres y la muchacha cautiva.
Pero no todo eran cadáveres. Las últimas chispas de vida del jefe de la raza sisearon entre sus estremecidos labios:
–¡Vil bárbaro! ¡Has destruido a nuestra raza! ¡Pero no vivirás para vanagloriarte de ello! ¡El Antiguo te arrancará la carne y sorberá el tuétano de tus huesos! ¡Dame fuerzas, oh Antiguo...!
Mientras el cimerio le contemplaba, fascinado, el hombre enjuto empleó sus últimas fuerzas con un tremendo gruñido. Su delgada mano tiró de una de las manijas gemelas de piedra que habla en la pared. Una de las dos medias puertas comenzó a girar lentamente sobre sí misma.
El cabello de Conan se le erizó en la nuca mientras atisbaba la forma que acechaba en la otra estancia. Era un cuerpo de muchas patas, como si fuera un huevo provisto de extremidades. No era una araña, y tenía una cabeza de ancho morro y gigantescas mandíbulas, exudando por cada uno de sus poros una fuerza maligna casi palpable, que se remontaba a las oscuras eras anteriores a la aparición del hombre en la Tierra. Se abalanzó a recoger el cuerpo de Shanya en sus brazos mientras una pata provista de una pinza y desnuda de todo pelo empujaba la puerta para acabar de abrirla. Oyó un sonido jadeante tras él mientras corría por el pasillo hacia la puerta exterior.
Había cruzado casi por completo la pasarela, manteniendo precariamente su equilibrio a causa de su tremenda velocidad y de que llevaba a la muchacha en los brazos, antes de atreverse a mirar hacia atrás. El gigantesco monstruo le perseguía con gran rapidez sobre sus muchas y poderosas patas y ya había alcanzado casi el centro de la pasarela. Jadeando, se abalanzó hacia delante entre dos de los túmulos funerarios. Dejó caer a la joven al suelo y se volvió para presentar batalla.
Se enfrentó con la primera carga del monstruo dándole un salvaje corte en uno de sus extendidos miembros y se le estremeció el brazo hasta la clavícula por la sacudida cuando la hoja se hizo pedazos contra la impenetrable piel de aquel ser. El golpe le hizo perder por un instante el equilibrio al monstruo pero pronto volvió a cargar de nuevo, escupiendo y jadeando con su paso rápido y trenzado. Desesperado, Conan volvió la vista a todos lados en busca de algún arma. Sus ojos se clavaron en el más cercano montón de piedras. En una fracción de segundo ya tenía una de las rocas esféricas sobre su cabeza, lanzándola con toda la fuerza de sus bíceps de bárbaro contra la terrible aparición que ya casi había caído sobre él.
Los sortilegios cantados por los antiguos brujos turanios sobre la tumba de un jefe de otro tiempo habían sido olvidados a lo largo de las eras, pero no habían perdido su poder contra un monstruo de la especie de los que se hallaban en aquellas montañas cuando el hombre estaba en su infancia. Con un alarido que helaba la sangre, el ser tiró del miembro aplastado bajo la pesada piedra, que le paralizaba parte de su cuerpo. Pero Conan aferró otra roca y la lanzó, hizo rodar una más hacia el monstruo que se agitaba, le tiró otra y entonces la pirámide socavada se desplomó en una tremenda avalancha, llevándose consigo a aquel terror de muchas patas hacia el abismo, envuelto en una nube de polvo y rocas.
Conan se secó su sudorosa frente con una mano temblorosa, y no todo el temblor era causado por el esfuerzo. Oyó un movimiento tras él y se volvió. Los ojos de la muchacha estaban abiertos y miraba a su alrededor asombrada.
–¿Dónde estoy? ¿Dónde está ese malvado? –se estremeció –. Iba a darme en alimento a..
La voz de Conan la interrumpió secamente:
–He limpiado ese cubil de ladrones momificados. Y he enviado a su maligna bestia a los abismos de los que surgió. Tuviste suerte de que llegase a tiempo para salvarte la piel.
Ella estalló en una ira altanera:
–¡Hubiera podido ganarles en astucia! ¡Mi padre me hubiera venido a salvar!
–Quizá no hubiera hallado el camino aquí. Y ese monstruo hubiera hecha picadillo a sus guerreros. Pero yo tuve la fortuna de encontrar un arma que mató a esa gigantesca cucaracha. Ahora tendremos que irnos de aquí, y deprisa. He de llegar a Samara y aún te necesito como rehén.
Los ojos de la joven se suavizaron en un rápido cambio de humor. Dejó caer sus párpados y una nota provocativa apareció en su voz mientras agitaba provocativamente sus desnudos hombros ante el cimerio.
–Te acompañaré hasta la región fronteriza. Salvaste mi vida y como recompensa, se te dará salvoconducto a través del país de los khozgari. Será interesante aprender cómo se comporta un bárbaro del norte.
Sus palabras tenían un seductor doble sentido y estiró, para deperezarse, su espléndido cuerpo, aparentemente sin darse cuenta de su desnudez.
Conan la miró apreciativamente.
–¡Por los huesos de diaspar! ¡Tal vez valga la pena pasarse una semana en el calabozo por retrasarse un par de días!
Texto tomado de:
http://www.alconet.com.ar/varios/libros/e-book_e/El_Pueblo_de_la_Cima.doc
Imagen tomada de:
http://www.entrecomics.com/wp-content/uploads/2006/11/conan-por-buscema.jpg
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